viernes, octubre 16, 2015

De cometas e ingenieros interestelares

La estrella KIC 8462852 se encuentra más de 1400 años luz, en la constelación del Cisne
A pocas semanas de que se cumplan 20 años del descubrimiento del primer planeta extrasolar alrededor de una estrella común, los titulares científicos del mundo se sacuden de nuevo con el anuncio de un hallazgo que no por mediático deja de ser fascinante. Un grupo de astrónomos y curiosos que participan el proyecto Planet Hunter -una iniciativa de ciencia ciudadana cuya misión es analizar los copiosos datos producidos por el telescopio espacial Kepler- reportan la existencia de KIC 8462852, una estrella ligeramente más masiva y caliente que el Sol, localizada a más de 1400 años luz de distancia en la constelación del Cisne, cuyas características la han hecho presa fácil de curiosos científicos, pero también de entusiastas de la ciencia ficción y la búsqueda de civilizaciones extraterrestres. Cuando un descubrimiento de este tipo logra el encanto mediático que ha suscitado KIC 8462852, es difícil separar la especulación y las imprecisiones de los datos científicos reales, y por eso creo que vale la pena aclarar de qué se trata el descubrimiento y por qué es relevante.

El observatorio Kepler es un telescopio espacial diseñado por NASA que durante cuatro años se dio a la tarea de observar una región particular del cielo y medir las variaciones de luz de cerca de 150 mil estrellas. El objetivo principal de la misión es detectar cambios periódicos en el brillo dichas estrellas, y evaluar si éstos son compatibles con los pequeños eclipses que produciría un planeta al pasar frente a su estrella. Las variaciones de brillo resultantes pueden ser tan pequeñas como una diezmilésima parte del brillo total de la estrella, y si suceden de manera periódica y con los parámetros adecuados, los astrónomos pueden inferir con casi total certeza si en efecto la causa es un planeta orbitando alrededor de la estrella en cuestión. Incluso pueden deducir el tamaño y la densidad de dicho planeta a partir de los datos obtenidos. Puesto que Kepler observó tantas estrellas simultáneamente, y puesto que las variaciones de la luz pueden ser muy sutiles, los mejores computadores existentes en la actualidad no son suficientes para analizar todos los datos. Por eso existe Planet Hunters, una iniciativa en la cual personas de todo el mundo (astrónomos o no) pueden obtener los datos de Kepler, bajarlos a sus computadores personales, y buscar ellas mismas las variaciones de luz en las estrellas, convirtiéndose en el proceso en descubridores de nuevos mundos.

Fue así como KIC 8462852 captó la atención de varios científicos ciudadanos, quienes se sorprendieron con su peculiar curva de luz (la curva que describe las variaciones de brillo como función del tiempo), pues notaron que en lugar de ser orbitada por un sólo planeta, esta estrella parece tener a su alrededor un raro e inhomogéneo grupo de objetos de diferentes tamaños que tardan entre 5 y 80 días en cruzar frente a su superficie, produciendo un complejo patrón en la curva de luz que no se observa en ninguna otra estrella. Es allí donde terminan los datos y comienza el análisis y la especulación científica. Los profesionales que analizaron los datos de esta estrella los confrontaron con diferentes hipótesis que podrían explicar el peculiar comportamiento de la curva de luz. Aquí están algunas de las posibilidades astrofísicas consideradas por los expertos: variación intrínseca en la luz de la estrella debida a pulsaciones internas, errores instrumentales, estructuras de polvo alrededor de la estrella -producto de su proceso de formación- e incluso la fragmentación de un cometa debido a la gravedad de la estrella, lo cual habría resultado en una colección de rocas irregulares en órbita alrededor de la misma. Debido a la edad y características de KIC 8462852, la mayoría de estas hipótesis parecen poco probables, y sólo la última de ellas tiene visos de plausibilidad. Aún así, sería una gran coincidencia que Kepler observara esta estrella justo en medio de un fenómeno raro y de relativa corta duración como la fragmentación de un cometa.

Hasta allí el artículo científico. Lo que viene después entra en el terreno de lo que algunos llamarían ciencia ficción, aún cuando varios investigadores e institutos se han aventurado a proponer explicaciones diferentes, y se han embarcado en una odisea científica para intentar descifrar si lo que observamos en KIC 8462852 está por fuera de lo que podríamos catalogar como "natural". Lo primero que tengo que decir al respecto es que, como con cada hallazgo científico que implique un reto de interpretación, se deben agotar todas las explicaciones naturales disponibles antes de aventurarse con demasiado entusiasmo en caminos peligrosos que se salgan del molde de lo establecido. No porque intentar explicaciones novedosas vaya en contra del método científico, sino por la fidelidad que le debemos al famoso principio de Occam, que ha comprobado su utilidad en repetidas ocasiones. Lo que quiero decir es que por ahora deberíamos quedarnos con la explicación del cometa fragmentado, hasta que pruebas más contundentes nos indiquen que nos encontramos frente a algo inédito. Lo cual no nos impide, por supuesto, considerar aquí esas otras posibilidades.

Las peculiares curvas de luz de la estrella KIC 8462852. Tomado del artículo publicado en astro-ph por Boyajian et al.
La curva de luz típica producida por el tránsito de un único planeta extrasolar. Crédito: Bruce L. Gary.
Una civilización extraterrestre lo suficientemente avanzada podría estar en capacidad de construir estructuras a gran escala que orbiten su estrella y que sean detectables con nuestros telescopios modernos. Las motivaciones que podrían tener para hacerlo son diversas, al menos las que alcanzamos a imaginar desde nuestra modesta posición como seres inferiores: recolección de la energía estelar por medio de un sistema de "paneles solares", complejos laboratorios espaciales (versiones gigantes de nuestra estación espacial internacional), lanzaderas espaciales en órbita, o incluso proyectos de urbanización circumestelar en caso de excesos poblacionales. Comúnmente conocidas como esferas de Dyson, aunque no siempre sean esferas, estas estructuras son una de los jugosos huesos que los sabuesos de la búsqueda de vida interplanetaria andan buscando afanosamente. No es sorprendente, por lo tanto, que las característcas peculiares de KIC 8462852 hayan despertado las esperanzas de los cazadores de esferas de Dyson. La posibilidad de que este sistema sea el hogar de una civilización avanzada que ha construido una estructura alrededor de su estrella está sobre la mesa, y hay quienes están dispuestos a comprobarlo.

La confirmación requerirá más observaciones, y ya hay grupos de astrónomos trabajando en la idea de apuntar radio telescopios hacia esta lejana estrella de tipo espectral F con la esperanza (¿o el temor?) de detectar señales artificiales, producto de la actividad tecnológica de esta hipotética civilización de ingenieros. No dudo que obtendrán el tiempo de telescopio necesario para este propósito, porque aunque reine una escepticismo saludable entre los astrónomos, la posibilidad de descubrir la primera civilización extrasolar bien vale unas cuantas horas de observación. Es posible también que dichas observaciones detalladas revelen que en efecto se trata de un sistema natural rodeado por rocas heladas producto de la fragmentación de un cometa. Cualquiera que sea el resultado de la investigación, el descubrimiento nos confronta de nuevo a los límites de nuestra tecnología, y nos tienta a cuestionarnos si pasará demasiado tiempo antes de que perdamos nuestro lugar de privilegio en la inmensidad silenciosa de la galaxia.

martes, julio 21, 2015

Millones de dólares. ¿Millones de civilizaciones?

Con el apoyo de Stephen Hawking, Breakthrough Initiatives acaba de lanzar un programa para extender nuestras capacidades de búsqueda de civilizaciones extraterrestres. ¿Vale la pena la inversión?

Yuri Milner y Stephen Hawking en el lanzamiento de una nueva iniciativa para encontrar vida inteligente en otras regiones de la galaxia. Crédito: Breakthrough Initiatives

Cada vez que nos sentamos a discutir sobre la posibilidad de vida inteligente más allá de nuestra órbita, tarde o temprano terminamos por estrellarnos con el muro aparentemente infranqueable que supone la llamada paradoja de Fermi. Dicha paradoja, atribuida al famoso físico italiano que trabajó para el proyecto Manhattan, se puede enunciar de una manera muy sencilla. Aquí está: si la vida inteligente es común en nuestra galaxia, ¿por qué no la hemos encontrado aún?. La pregunta, lanzada hacia las estrellas con aire de indignación, está motivada principalmente por más de 50 años de búsquedas infructuosas cuyo objetivo principal ha sido la detección de señales de radio (en algunas casos señales de láser) cuyo patrón de transmisión no pueda ser explicado de manera natural. La posibilidad de un origen artificial y premeditado de dicho mensaje interestelar sería nuestro primer indicio seguro de que la vida no sólo ha surgido en la vecindad de otras estrellas, sino que además ha evolucionado hacia formas inteligentes capaces de construir radiotelescopios. 

Tal vez la solución más popular a esta paradoja entre los entusiastas de la llamada iniciativa SETI (Search for Extra-Terrestrial Intelligence) es la constatación (por lo demás muy acertada) de que nuestras búsquedas no han sido ni lo suficientemente extendidas en el cielo, ni lo suficientemente sensitivas para detectar señales muy débiles emitidas por tímidas o lejanas civilizaciones extraterrestres. Lo que hay que hacer, argumentan estos abanderados de SETI, es usar telescopios más grandes, analizar otras frecuencias, y barrer todo el cielo en nuestra búsqueda frenética del mensaje en la botella. Como buscando los vestigios de un accidente aéreo en la inmensidad del Pacífico. Y precisamente es lo que se acaba de anunciar en Londres con bombos y platillos mediáticos. Un multimillonario ruso (del tipo venture capitalists), flanqueado por el físico más famoso de la actualidad, donará 100 millones de dólares para hacer la búsqueda más extendida y más sensitiva. El objetivo es el mismo: escudriñar el cielo para encontrar señales de radio similares a las que nuestra propia civilización es capaz de producir. Pero, ¿alguien se ha detenido a pensar si tal vez esos 100 millones de dólares puedan terminar en el basurero galáctico?

En lo personal, espero que no. Pero cuando se trata de indagar en lo desconocido, es bueno tener siempre todas las cartas sobre la mesa. Existen resoluciones a la paradoja de Fermi que hacen de una iniciativa de este tipo un gasto innecesario de dinero. El llamado argumento de Hart, que en realidad es una versión fuerte de la paradoja de Fermi seguida por una conclusión, postula que la colonización de una galaxia por una civilización inteligente debería suceder en escalas de tiempo cortas en relación con la edad de dicha galaxia. Concretamente, Hart estima que una vez alcance un nivel técnico, una civilización debe estar en capacidad de colonizar una galaxia como la Vía Láctea en aproximadamente 100 millones de años, lo cual es apenas un 1% la edad de las estrellas más viejas en nuestra galaxia. Estas cuentas hacen la paradoja aún más cruda y evidente, pues no sólo deberíamos haber ya detectado la presencia de otras civilizaciones, sino que, de existir, ya deberían haber colonizado nuestro sistema solar. La conclusión es, a primera vista, desoladora: probablemente somos la primera civilización técnica que ha surgido en la galaxia. El dinero de Milner, el visionario ruso, se va a la basura.

Pero el Universo es más grande que nuestra Vía Láctea, y si bien el argumento de Hart, de ser correcto, cierra la puerta a la posibilidad de otras civilizaciones en la galaxia, también abre el panorama hacia la búsqueda de civilizaciones en otras galaxias. Si es verdad que dichas civilizaciones se expandirían rápidamente en su propia galaxia, entonces sin duda requieren una inmensa fuente de energía para lograrlo, pues el crecimiento exponencial de la población y los costos de la colonización sólo serían sostenibles si se tiene a disposición una fuente prácticamente inagotable de recursos energéticos. En estadios técnicos lo suficientemente avanzados, estas civilizaciones obtendrán su energía de las reacciones termonucleares en el interior de las estrellas, o incluso tal vez de los fenómenos de acreción en inmediaciones de un agujero negro supermasivo (para comparación, nuestra civilización obtiene su energía principalmente de combustibles fósiles en la corteza terrestre). Pero extraer energía de estas fuentes no es gratis, pues las leyes de la termodinámica impiden que se obtenga dicha energía sin producir calor. Es lo que sucede en un refrigerador, que calienta el aire a su alrededor para extraer energía térmica de los alimento en su interior. Y a escalas galácticas, este calor producido puede ser detectado por nuestros telescopios infrarrojos (sí, al mejor estilo de Depredador).

Lejos de ser una utopía de ficción, la posibilidad de detectar civilizaciones galácticas por medio del calor de sus máquinas es asunto de ciencia actual. En una serie de artículos aparecidos el año pasado, un grupo de astrónomos de la universidad estatal de Pennsylvania reporta el inicio de una campaña para detectar la emisión infrarroja producida como efecto colateral de ingeniería avanzada en una muestra de galaxias, usando los telescopios infrarrojos WISE y Spitzer. Los primeros resultados no parecen muy prometedores, al menos en términos de civilizaciones que utilicen el 85% de la energía disponible en su galaxia, pero tal vez estemos sobreestimando la capacidad de dichas comunidades para obtener energía. En cualquier caso, mi esperanza es que esto ilustre la reducida dimensión del espacio de parámetros en el que hemos estado buscando, y la necesidad de invertir el dinero en maneras menos convencionales de descubrir civilizaciones extraterrestres, si es que esperamos hacerlo antes de que nuestro propio exceso de calor termine por hacernos una civilización inviable.

viernes, abril 24, 2015

Las promesas del telescopio espacial James Webb

James webb será el primer observatorio construido por el hombre capaz de detectar la luz emitida por las primeras estrellas que surgieron en la historia del Universo.

Una impresión artística del telescopio espacial James Webb en órbita. Crédito NASA.

A finales del año pasado, luego de pasar 116 días de pruebas técnicas dentro de una de las cámaras de vacío más grandes del mundo (una nevera gigante  de 10 metros de diámetro y 12 de profundidad localizada en el Goddard Space Flight Center de NASA),  el conjunto de cámaras infrarrojas más sofisticado del mundo emergió a la superficie listo para ser integrado con los demás componentes de lo que pronto se convertirá en el mayor objeto jamás lanzado al espacio en una sola pieza: el Telescopio Espacial James Webb. Bautizado por algunos como el sucesor del Telescopio Espacial Hubble, amenazado varias veces por los vaivenes de la política y el presupuesto federal norteamericano, y resucitado de nuevo por la terquedad de los curiosos astrónomos, este coloso espacial será, una vez puesto en órbita a 1.5 millones de kilómetros de la Tierra (cerca de 5 veces la distancia hasta la Luna), el primer observatorio construido por el hombre capaz de detectar la luz emitida por las primeras estrellas que surgieron en la historia del Universo.

No será una tarea fácil: para lograrlo, Webb no sólo tendrá que estar equipado con un espejo gigante (6.5 metros) dividido en 18 páneles hexagonales que imitan la estructura de un panal de abejas, sino que para evitar los problemas ópticos de los que sufrió el Hubble en sus primeros años, deberá lograr que dichos páneles estén alineados con una precisión equivalente a una diezmilésima parte del grosor de un cabello humano. Además, al ser un telescopio que observa principalmente luz infrarroja, para evitar la contaminación de sus observaciones por luz indeseada, Webb deberá operar a temperaturas extremas de 240 grados bajo cero, mucho más frío incluso que las regiones más remotas de nuestro Sistema Solar. Antes incluso de comenzar a operar, deberá sobrevivir a un lanzamiento complicado y desplegar sus instrumentos con precisión. Sólo tendrá una oportunidad para hacerlo, pues a diferencia del Hubble, no habrá misiones de astronautas para actualizarlo o repararlo. Tendrá que ser un hoyo en uno. Esa es la magnitud del reto a la que se enfrentan quienes trabajan en construir, lanzar y operar este observatorio, nuestro nuevo gran ojo en el espacio.

La necesidad de un telescopio infrarrojo en el espacio no es un capricho de científicos desquiciados: es la manera natural de dar el siguiente paso en la sucesión increíble de descubrimientos que inició Galileo hace más de 400 años cuando por primera vez apuntó un instrumento óptico hacia la estrellas y dejó registro de lo observado. Si nos tomáramos el trabajo de hacer un inventario de los fotones que nos llegan desde regiones lejanas del Universo, fácilmente nos percataríamos de que dichas partículas de luz son principalmente de dos tipos: el primer tipo es el de los fotones de luz visible que nuestros ojos son capaces de detectar y que provienen principalmente de las superficies de las estrellas. El segundo tipo de fotones, invisibles para nuestros ojos pero que en términos de energía pesan tanto como los fotones visibles en este inventario cósmico, es el de los fotones infrarrojos, menos energéticos que la luz visible pero no por ello menos relevantes para la astronomía moderna. A qué tipo pertenece un fotón determinado depende de la temperatura del cuerpo que lo emite. Mientras que los fotones visibles nos informan sobre las condiciones en las superficies estelares, que fulguran a temperaturas de miles de grados centígrados, los fotones infrarrojos contienen los secretos de cuerpos muchos más fríos como planetas, cometas y asteroides. El tipo de cuerpos con superficies sólidas y atmósferas nubladas donde esperaríamos que las condiciones para la vida sean propicias.

De manera que poner a Webb en el espacio tiene sentido, porque aún con su increíble portafolio de descubrimientos, Hubble sólo nos ha informado acerca de la mitad de nuestro inventario cósmico. Aún más: los datos que obtendrá Webb a partir de 2018, cuando un cohete Ariane V de la Agencia Espacial Europea lanzado desde la Guyana Francesa lo encamine en dirección al llamado punto de Lagrange 2, ayudarán a responder preguntas de gran relevancia para la astrofísica moderna, y en general para nuestra comprensión de la evolución del Universo y el origen de la vida. Webb toma el relevo donde Hubble, exhausto ya tras 25 años de descubrimientos, deja el testimonio. En comparación con su antecesor, el nuevo observatorio verá más lejos en el espacio y más atrás en el tiempo, lo que le permitirá echar un vistazo (el primer vistazo de la Humanidad a tiempos tan remotos) a la época en que las primeras galaxias se formaban y las primeras estrellas se encendían, poniendo fin a la era oscura del Universo e iniciando los procesos termonucleares en el interior de las estrellas que darían origen a los elementos químicos de los que estamos conformados los seres vivos en el planeta Tierra.  Estas observaciones sólo son posibles en el infrarrojo, pues a medida que el Universo se ha ido expandiendo, la luz original de esas estrellas primigenias (que era visible y ultravioleta al ser emitida) se ha estirado también y ahora nos llega en forma de fotones infrarrojos.

Webb también avanzará nuestro conocimiento sobre la formación de estrellas y planetas. Las regiones de la Vía Láctea donde nacen otros sistemas solares se esconden detrás de densas capas de polvo interestelar, lo que las hace inaccesibles a la luz visible en la que observa el Hubble. Las capacidades infrarrojas de Webb le permitirán penetrar estas cortinas de silicio y carbono y obtener imágenes nítidas del proceso que culminará con la germinación de nuevas Tierras. Además, usando sus sofisticados espectrómetros, Webb podrá medir la composición de las atmósferas de decenas de planetas extrasolares que han sido detectados orbitando alrededor de otras estrellas, aprovechando los “eclipses” que tienen lugar cuando uno de esos planetas pasa frente de su estrella. Al atravesar los cielos remotos de planetas ignotos, la luz de esas estrellas puede traernos las primeras pistas sobre la química de otros mundos, y reducir nuestra incertidumbre acerca de qué tan probable es la biología de la vida en otras regiones de la galaxia. Existe una probabilidad considerable de que Webb sea el primer observatorio capaz de realizar extensivamente este tipo de mediciones en muchos planetas diferentes, iniciando una nueva era en las ciencias planetarias y acercándonos por fin a una respuesta concreta a la pregunta que Fermi se planteó hace ya más de medio siglo en relación a la vida en otras partes del Universo: ¿Dónde está todo el mundo?

Faltan todavía algunos años para que el Telescopio Espacial James Webb despliegue sus pétalos hexagonales de berilio (los páneles del espejo principal están hechos de este material, para aligerar el peso total del telescopio) y nos encauce en nuevas rutas de descubrimiento. Pero los años que nos separan del lanzamiento son igualmente emocionantes: poco a poco los componentes de Webb están llegando a las instalaciones de NASA donde se efectuarán las pruebas finales. Dichos componentes son el resultado de un esfuerzo internacional que incluye a varios países de Europa, así como a Canadá, y Estados Unidos, un recordatorio más de que nuestras empresas espaciales son empresas de la especie humana y no aventuras en solitario de una nación en particular. Las observaciones están siendo planeadas cuidadosamente por cientos de astrónomos alrededor del mundo y las herramientas diseñadas para que en el futuro cualquier astrónomo, sin importar su nacionalidad u origen, pueda hacer uso de uno de los instrumentos astronómicos más poderosos de la historia. Es posible que Hubble y Webb operen simultáneamente por algunos años, maximizando nuestra capacidad de explorar. Pero aún cuando el vetusto Hubble se vea forzado a retirarse de la escena, el nuevo coloso de berilio ya estará listo para tomar el relevo y sorprender a una nueva generación con los primeros brillos del Universo.

@juramaga

jueves, marzo 05, 2015

La importancia de llamarse Ceres

Este viernes la sonda Dawn de NASA llega al planeta menor Ceres, en el cinturón de asteroides. Implicaciones científicas de una visita histórica.

Ceres vista por la sonda Dawn durante su aproximación final. Los puntos brillantes cerca del centro de la imagen son probablemente depósitos de hielo. Crédito NASA.


Hacia finales del siglo XVIII, nuestro conocimiento sobre el Sistema Solar estaba en plena etapa de expansión. Por milenios nos habíamos acostumbrado a la existencia de cinco planetas en el cielo, aquellos astros errantes que podíamos ver a simple vista, pero en el último siglo la ley de la gravitación de Newton nos había proporcionado las herramientas para entender los movimientos planetarios y descubrir nuevos mundos. Mientras en Colombia se cocinaban en secreto los ánimos de independencia, en Europa era común el intercambio de correspondencia entre astrónomos teóricos y minuciosos observadores, que pasaban noches enteras enterrados en cálculos los unos, pegados al ocular del telescopio los otros, procurando descubrir nuevos planetas. William Herschel fue el primero en expandir los horizontes de nuestro Sistema Solar con el descubrimiento de Urano en 1781, el primer planeta nuevo, y esto no hizo más que exacerbar la sed de exploración de sus colegas en toda Europa. 

En 1800 se había formado una comisión de varios atrónomos de renombre cuya única misión era explorar el cielo con la esperanza de encontrar un nuevo planeta que debería existir entre la órbitas de Marte y Júpiter. Varios estudios empíricos (y en particular la ahora desechada ley de Titus-Bode) predecían la existencia de un cuerpo mayor en esa región del Sistema Solar, sin que hasta ahora ningún telescopio hubiera logrado detectarlo. El honor le correspondió a Giuseppe Piazzi, un sacerdote católico amante de las matemáticas y la astronomía, quien desde el observatorio que había establecido en Palermo, entonces en el Reino de Sicilia, observó por primera vez a Ceres el 1 de enero de 1801. La magnitud de la nueva estrella le hizo pensar que podría ser un planeta, pero su prudencia (cualidad que se ha vuelto escasa con el tiempo) hizo que lo anunciara como un cometa. Poco después Gauss se tomó el trabajo de calcular con éxito la órbita del nuevo planetoide, y desde entonces Ceres, llamado en honor de la diosa romana de la agricultura, entró a la familia del Sistema Solar.

Desde el punto de vista astrofísico Ceres es importante por muchas razones. Es uno de los primeros cuerpos formados en el Sistema Solar, un planeta en estado embriónico cuyo posterior desarrollo se vio truncado por la increíble fuerza de gravedad ejercida por Júpiter, que hizo imposible la formación de un cuerpo mayor y nos dejó en cambio el cinturón de asteroides del cual Ceres podría ser llamado decano. Para quienes estudian la formación de planetas, no sólo en nuestro sistema estelar sino también alrededor de otros soles, observar un planeotide que no pasó de las etapas iniciales de formación es tan importante como el estudio de los embriones en la biología. Su estudio detallado por la sonda Dawn podría arrojar pistas valiosas acerca de las condiciones en el Sistema Solar cuando nuestros propios océanos en la Tierra estaban comenzando a formarse. Ceres tiene una superficie primitiva, compuesta en gran medida de hielo, así como una delgada atmósfera cuyo vapor de agua ha sido detectado con el telescopio espacial Herschel (en ls fotografías recientes de Dawn hemos visto lo que parecen ser depósitos de hielo al interior de uno de sus cráteres), y se especula que incluso pueda existir un océano de agua líquida bajo su superficie, como en el caso de Europa y Encelado, los satélites de Júpiter y Saturno. Si Dawn confirma estas características, Ceres pasará a ser además un excelente candidato para la exploración humana, mucho más cercano que Europa o Encelado.

La sonda Dawn está equipada con instrumentos que no sólo obtendrán las mejores imágenes de un planeta enano hasta la fecha, sino que además medirán la densidad, rotación, temperatura y composición química de Ceres, un trabajo similar a lo que ya había hecho en 2011 durante su visita a Vesta, la hermana menor de Ceres, cuya superficie es mucho más seca y basáltica. Midiendo las variaciones de la gravedad sobre la superficie de estos mundos, Dawn nos revelará detalles de su composición interna y una estimación de la cantidad de líquido bajo la superficie. También nos contará hasta qué punto estos embriones planetarios están todavía cambiando internamente, en sus últimos esfuerzos por convertirse en planetas. Combinando la información sobre Ceres y Vesta, las joyas del cinturón de asteroides, Dawn nos dará pistas acerca de cómo la superficie de la Tierra, a la vez volcánica y húmeda, pudo llegar a formarse. En el contexto del Sistema Solar, Dawn nos ayudará a entender cómo la influencia de un planeta gigante como Júpiter evitó que Ceres y Vesta llegaran a ser planetas como Marte o la Tierra, fragmentando el cinturón de asteroides en la colección de cuerpos pequeños que hoy separan los planetas internos de los gigantes gaseosos.

Es un año fascinante en la exploración del Sistema Solar. Si 2014 nos dejó la espectacular misión Rosetta/Philae y su atrevido aterrizaje sobre el cometa Churyumov-Gerasimenko, 2015 será el año de los planetas enanos de hielo, pues poco meses después del la llegada de Dawn a Ceres, la sonda New Horizons, también de NASA, efectuará la primera visita de un artefacto hecho por el hombre al lejano Plutón, la joya de otro cinturón, el cinturón de Kuiper, que no por haber sido degradado de su condición de planeta ha dejado de ser un objetivo interesante. Como si fuera poco, NASA acaba de anunciar su firme intención de preparar una misión de exploración a Europa, la luna de Júpiter, que completará nuestra colección de esferas heladas exploradas. Nuestra imagen clásica del Sistema Solar con sus nueve planetas una vez más se verá transformada con la exploración de cuerpos pequeños que en el pasado merecieron poca atención, pero que se están revelando como mundos llenos de secretos y casi seguras paradas en nuestro viaje hacia las estrellas.

domingo, marzo 01, 2015

La inteligencia de las estrellas

Para escribir esta entrada quise preguntarme cuál es el aspecto de la astronomía que causa más curiosidad entre los compatriotas con los que me cruzo a veces en la lejanía del destierro académico, o los que asisten a conferencias sobre el Universo en los muchos espacios que ofrece hoy en día la escena científica en Colombia. Tras pasar revista a las preguntas más comunes que me hacen quienes se interesan por mi profesión, llegué a la conclusión de que el premio a la más popular se la lleva con creces la siguiente pregunta: ¿Usted cree que existe vida en otros planetas? Debo confesar que me gusta la manera en que generalmente se formula esta pregunta, más como quien le pregunta una opinión a un consejero espiritual que como quien exige certezas de un experto en el tema. Entre otras cosas, porque es la manera más adecuada de formularla: a pesar de los grandes avances que la astronomía, la biología y la instrumentación han logrado en los últimos 20 años para acercarnos a una respuesta certera, lo mejor que un experto puede ofrecer sigue siendo una opinión muy personal ciertamente basada en evidencia reciente, pero todavía muy contaminada por los deseos propios de que la respuesta sea afirmativa o negativa.

En mi caso particular, generalmente respondo con la dureza de los hechos, pero también con una dosis cuantiosa de esperanza: aún no podemos afirmar que tengamos evidencia de vida en otras regiones de la galaxia, pero cada descubrimiento que se ha hecho desde 1995, cuando un equipo suizo de astrónomos detectó el primer planeta orbitando alrededor de una estrella diferente a nuestro Sol, apunta a que lugares como este, planetas cálidos y rocosos donde las condiciones permiten que corra agua líquida por los valles y se formen nubes de lluvia en cielos ricos en oxígeno y nitrógeno, son más comunes de lo que jamás imaginamos (los últimos descubrimientos hechos por la sonda Kepler apuntan a que el planeta terrestre más cercano a nosotros estaría a tan sólo 12 años luz de distancia. Y por lo tanto, también son comunes las condiciones que hicieron posible al menos nuestra existencia en la superficie de silicio de este planeta particular.

No sólo los avances recientes nos dan esperanza sobre descubrimientos maravillosos, sino que también el futuro próximo de la exploración del espacio parece sintonizado para cumplir el objetivo de descubrir vida en otros planetas. Durante mi doctorado hice parte del equipo que puso a punto uno de los instrumentos más sofisticados que serán lanzados al espacio por la especie humana: uno de los espectrómetros que en 2018 volará a bordo del Telescopio Espacial James Webb. La vida, si existe en otros mundos, debe dejar una huella clara de su presencia en la composición atmosférica de esos mundos, así como como los animales nocturnos de la montaña dejan sus huellas en el barro y nos indican su existencia, aún cuando nunca los veamos. Y un instrumento como el espectrómetro de James Webb, que descompone la luz de las estrellas y los planetas en los colores del arco iris, y también en los “colores” que no vemos, como la luz infrarroja, nos permitirá detectar esa huella que tal vez revelará la existencia de nuestros vecinos cósmicos. Midiendo la luz que atraviesa las atmósferas de otros mundos, detectando si existen allí ganes como el metano o el vapor de agua, podremos por fin empezar a dar algo de certeza a nuestra ávida y milenaria curiosidad.

Por supuesto, la cuestión tiene varios niveles de complejidad, y la continuación natural de este juego de preguntas y respuestas es si es posible que esa vida que eventualmente detectaremos sea vida inteligente. Si ya parece un reto complejo el de encontrar algún tipo de vida, aún cuando se trate de las más simples bacterias unicelulares suspendidas en océanos ignotos, imaginarán ustedes lo riesgoso que es hacer algún tipo de apuesta acerca de la posibilidad de vida inteligente. Y sin embargo, algunos tahúres cósmicos han dejado claras sus posiciones, con frecuencia contradictorias. Encabezados por el desaparecido divulgador Carl Sagan, los optimistas creen con firmeza que el vasto tamaño del Universo es garantía suficiente de que en algún lugar diferente a nuestra Tierra, la materia orgánica haya evolucionado hacia formas conscientes capaces de comunicarse, y escudriñan el cielo con grandes antenas esperando recibir un mensaje amigable de nuestros primos extraterrestres. Los más escépticos, como el también desaparecido biólogo evolucionista Ernst Mayr, consideran el raro privilegio de nuestra inteligencia entre las millones especies  del reino animal como la prueba más clara de que la capacidad de razonar es más un golpe de suerte que la consecuencia natural de la vida.

Pero más allá de esta discusión, tal vez valga la pena preguntarse qué queremos decir cuando decimos vida inteligente. Yo tengo una aproximación muy personal al asunto, y la comparto aquí con ustedes: vida inteligente es aquella que tras alcanzar niveles técnicos de civilización, sobrevive el tiempo suficiente para establecer comunicación con otras estrellas. Un reciente artículo por un estudiante de Harvard propone buscar vida “inteligente” a través de la detección de polución industrial en las atmósferas de planetas extrasolares. Dudo que sea fácil detectar dichas civilizaciones, no tanto por las limitaciones técnicas, sino porque creo que si una civilización es capaz de producir niveles de contaminación detectables desde otras estrellas lejanas, es porque también tiene los siglos contados en este Universo. De manera que tal vez la pregunta fundamental sea si de acuerdo a la definición que propongo, la nuestra es una civilización de seres inteligentes. La respuesta la daremos en los próximos decenios, y puede traducirse en nuestra capacidad de mantener la temperatura global del planeta a niveles que garanticen nuestra supervivencia.

Si en Colombia queremos ayudar a que la Humanidad clasifique al club de los inteligentes, podemos empezar por anteponer el cuidado de nuestros recursos naturales a los intereses comerciales de las compañías mineras. Es sólo una sugerencia.

lunes, febrero 16, 2015

La era de las máquinas

Hace poco hablé aquí sobre el argumento del Juicio Final, y no logré asustar a muchos de ustedes con la idea de que si aplicamos un poco de estadística a la producción en serie de seres humanos a lo largo de la Historia, una conclusión posible es que nos extinguiremos en unos 8 mil años. Algunos mostraron un interés pasajero, otros lo tomaron como la curiosidad del día, y tal vez unos pocos pensaron en ello por un par de semanas, pero ciertamente nadie se alarmó demasiado. Claro, 8 mil años es mucho tiempo, y poco valdría preocuparse por posibilidades tan remotas cuando a duras penas en la vida diaria nos alcanza el sueldo para llegar al mes siguiente. Pareciera sin embargo que nuestra incapacidad de alarmarnos por posibilidades que no nos afectan a nivel personal pero que podrían tener efectos catastróficos para nuestra supervivencia como especie es algo que está codificado en nuestros genes, acostumbrados a las parsimoniosas alteraciones de la selección natural y de la dinámica del Universo, y poco acostumbrados a los abruptos cambios que nuestra irrupción en el escenario de la Historia ha producido en los últimos siglos. Lo digo porque existen amenazas mucho más inminentes, amenazas que ni siquiera dependen de complicados razonamientos lógicos, sino de delicados equilibrios en nuestra impredecible naturaleza humana, por las cuales mostramos quizás menos interés que por las catástrofes lógicas. Me refiero por supuesto al calentamiento global descontrolado, la guerra nuclear, o a una pandemia fuera de control, posibilidades todas que podrían materializarse en el transcurso de los próximos 50 años, sin que al parecer nos inmutemos en lo más mínimo.

Dentro de esta última categoría de posibles amenazas, tal vez la que nos tomamos más a la ligera es la que representa el surgimiento de la inteligencia artificial (IA), y en particular los efectos que ello tendría en nuestra economía, nuestra supervivencia, y el significado mismo de nuestra condición de "Humanidad". Tal vez es el hecho de que, como el Juicio Final, la IA avanzada parece una posibilidad demasiado remota, lo que nos hace invulnerables a toda forma de temor o reacios a todo intento de previsión, pero es bueno recordar que algunos autores consideran que con respecto a la IA podríamos llegar a un punto de no retorno en cuestión de unas cuántas décadas. Como es el caso de casi todas las predicciones futuristas, aún aquellas basadas en un juicioso y racional análisis de nuestras capacidades intelectuales, el nivel de incertidumbre sobre lo que realmente podría pasar en este caso particular es demasiado alto, y los factores que entran en juego son demasiados y muy complejos, como para aventurarse a hacer ningún tipo de predicciones concretas. Por ejemplo, una corriente de pensamiento asegura que el segundo teorema de incompletés de Gödel es incompatible con el surgimiento de inteligencias artificiales que superen a la mente humana (la explicación de esto se la dejo a mis amigos matemáticos), mientras que otros autores consideran que, de aventurarnos a seguir experimentando con IA, debemos estar preparados para consecuencias peligrosas, pues eventualmente las inteligencias de silicio literalmente superarán a aquellas de carbono. También hay quienes creen (Eliezer Yudkowski, por ejemplo, en cuyo reciente paper está inspirada esta entrada) que es posible la creación de IA "amigable", que aunque superior, podría estar aún supeditada a los principios básicos de respeto a la raza humana. En tanto que permanece demasiado arriesgado intentar predicciones específicas, lo que sí podemos hacer es considerar posibilidades basadas en nuestro conocimiento básico del fenómeno, y en la observación de procesos físicos, económicos o biológicos que siguen patrones similares, para intentar pintar un escenario un poco más claro, y hasta cierto punto, probable.

Se considera erróneamente que el peligro consiste en que la IA sea maligna per se, y que tenga de alguna manera el propósito natural de destruir nuestra especie. En cambio, a lo que nos enfrentamos realmente es a una paulatina evolución de las capacidades cognitivas de máquinas programadas, inicialmente todavía bajo el control de humanos, que eventualmente desarrollarán la capacidad de invertir una porción de esta capacidad cognitiva en mejorar  su propia inteligencia, programando algoritmos cada vez más sofisticados que les permitirán resolver problemas complejos en tiempos cada vez más cortos, a una velocidad de crecimiento con la que nuestra biología no podrá competir. Aunque inicialmente estas máquinas inteligentes no tendrán necesariamente intención de dañar a sus ancestros humanos, eventualmente los propósitos de su propio desarrollo pueden llegar a ser incompatibles con nuestra existencia, así como en ocasiones la existencia de una colonia de hormigas resulta incompatible con nuestro deseo de construir una carretera, sin que medie en el proceso un odio particular de nuestra parte hacia las hormigas. La probabilidad de este escenario depende de la eficiencia con que las futuras máquinas pensantes sepan invertir sus capacidades cognitivas en el mejoramiento de su propia inteligencia, mientras que su interpretación depende de qué tan lejos queramos llegar en nuestro concepto de Humanidad.

Yudkowsky considera tres escenarios. En el primero de ellos, a las máquinas les cuesta demasiado trabajo cognitivo mejorar sus capacidades, de manera que aún cuando dichas máquinas sean más inteligentes, será todavía más barato, desde el punto de vista de inversión de conocimiento, producir un humano, haciendo poco probable que alguna vez las máquinas lleguen a dominarnos. Un segundo escenario considera un crecimiento exponencial, pero todavía subcrítico, gracias al cual las máquinas controlarán poco a poco una parte cada vez mayor de nuestra economía, una economía que doblará su producción en cuestión de pocos meses (en comparación las economías emergentes de hoy doblan su tamaño cada 15 años), y en el que los humanos todavía jugaremos un papel relevante y tendremos tiempo de reaccionar a la nueva realidad. Finalmente, un crecimiento exponencial supercrítico similar al que hace inestable el proceso de fisión atómica justo antes de una explosión nuclear, creará máquinas capaces de incrementar su inteligencia a bajo costo y en tiempos récord, haciendo prácticamente inevitable que la producción mundial sea inmediatamente controlada por la capacidad laboral de las máquinas, y sus necesidades estructurales incompatibles con la existencia de seres humanos que muy rápido quedaremos en desventaja, convertidos sin remedio en la colonia de hormigas que vive justo en en lote por donde pasará una gran autopista. Yudkowsky considera cuidadosamente cada una de estas opciones, y les recomiendo leer su paper, pero aquí quería dejarles a vuelo de pájaro nuestras opciones, para que vayan haciendo sus apuestas.

Nos queda un párrafo para discutir la cuestión de la conciencia. Si estas máquinas son conscientes en el sentido de que perciben y sienten el mundo de una manera similar a como lo hacemos los humanos (otra posibilidad que genera amplia especulación, pero que no podemos descartar del todo), tal vez nos quede al menos la esperanza de que dichas máquinas, nuestros descendientes legítimos -aun cuando no biológicos-, encontrarán la raíz de su éxito en la primitiva forma de inteligencia basada en el carbono que sus ancestros usaron para traerlos al mundo, y nos estarán agradecidas. Tal vez apareceremos en sus libros de historia como un grupo inteligente que en cierto momento quedó en desventaja, como le sucedió antes al hombre de Neandertal. En ese caso, la transición de conciencias de carbono a conciencias de silicio no necesariamente significará una abrupta discontinuidad en la historia de la "Humanidad". Tal vez dichas inteligencias artificiales, entidades sensibles que sabrán apreciar mejor su propia existencia, sean la única esperanza para el planeta Tierra, que de otra manera sucumbirá (por una guerra nuclear, por el calentamiento de los polos), mucho antes de que la inteligencia humana se percate de que pudo haberlo evitado.

jueves, febrero 05, 2015

No somos infalibles

Hay algo que la ciencia y la religión tienen en común, aunque seguidores de una y la otra nos empeñemos en negarlo: sus principios pueden ser aprovechados para fines absolutamente altruistas y pacíficos, para hacer el bien sin mirar a quién, o para avanzar en el mutuo entendimiento de las naciones y el de nuestro rol en el entramado del Universo; pero también, sin ningún miramiento, pueden ser la punta de lanza de los intereses más siniestros, de las ideologías más asesinas y de los objetivos más miserables que como sociedad somos capaces de imaginar. Ya en un post anterior me refería a lo intransigente que resulta culpar a la religión por la violencia de quienes llevan por dentro el odio y sólo buscan la excusa más expedita para darle una vía de escape, ya que los mismos principios religiosos con que se justifica la violencia pueden conducir a causas completamente compatibles con el progreso de la Humanidad. De igual manera es ridículo pretender culpar a la ciencia por los efectos negativos que sus descubrimientos han tenido en la Historia de la Humanidad, desde la bomba atómica hasta el uso de armas químicas en las guerras fraticidas en que nos encanta enfrascarnos, puesto que es gracias a la ciencia también que hemos frenado epidemias, encontrado otros posibles hogares alrededor de estrellas lejanas, y sobrevivido a los embates de la Naturaleza.

A final de cuentas, depende de nosotros, quienes cándidamente hemos dado en autoproclamarnos seres racionales, decidir qué hacer con nuestro conocimiento, ya sea de este de naturaleza espiritual o científica. Somos nosotros (todos, religiosos o no, científicos o no), bultos de moléculas orgánicas que han desarrollado la capacidad de pensar y de creer, quienes cargamos con la responsabilidad de responder por las consecuencias de nuestros descubrimientos y credos, y quienes, llegado el momento, compareceremos por nuestros actos, ya sea ante los arcángeles del Juicio Final,  o ante el implacable fallo de nuestra descendencia, atrapada en un planeta hirviente e inhabitable, o diezmada por las guerras biológicas. La única manera que tenemos de quedar bien ante quienquiera que sea el Gran Juez, es la de evitar los impulsos naturales de nuestras propias convicciones, y juzgar cada uno de nuestros avances con moderación, estudiando todos sus posibles efectos, positivos y negativos, antes de censurar o exaltar excesivamente ideas que sólo en nuestras manos se convierten en excelentes herramientas o en terribles armas.

Aquí hay un ejemplo: el Parlamento del Reino Unido acaba de aprobar el uso de una técnica particular de fertilización in vitro que usa material genético de tres personas diferentes para producir un embrión sano (un embrión que de otra manera habría sido afectado por una enfermedad mitocondrial congénita que produce defectos incurables en el bebé). Las madres transmiten a sus hijos las mitocondrias defectuosas, y están por lo tanto condenadas a perder a todos sus hijos de manera temprana. La nueva técnica permite implantar el material genético de los padres en el embrión de una donante cuyo material genético ha sido previamente removido, lo cual resulta en células sanas con el 99.9% de la información genética de los dos padres. Quienes primero se han manifestado en contra del uso de la técnica han sido las Iglesias Católica y Anglicana de Inglaterra, condenando la decisión principalmente por razones éticas (el proceso implica la destrucción del embrión de la donante), pero también porque implica la manipulación genética con fines de diseño. En otras palabras, porque de nuevo los científicos juegan a ser Dios, a monopolizar el Diseño Inteligente.

Con respecto a las consideraciones éticas, creo que el potencial vital de un embrión en una etapa tan temprana del desarrollo no es muy diferente al potencial vital de un óvulo sin fertilizar que es expulsado en el ciclo menstrual, o al de un espermatozoide que es eyaculado sin fines reproductivos. La información genética para la vida ya se encuentra codificada en estas células, y sería absurdo considerar cada eyaculación como una masacre de espermatozoides. Me parece al contrario la manifestación más temprana de solidaridad que parte del material genético de un embrión sea donado con el fin de salvar vidas que de otra manera están condenadas desde antes incluso de la fertilización. La Iglesia, antes de quejarse, debería permitirse un acto de contrición, ya que fue uno de sus miembros, el monje agustino Gregor Mendel, quien por primera vez realizó experimentos de naturaleza genética. Más relevante para mi punto inicial es la segunda queja: el temor de que este conocimiento se use en el futuro para diseñar super-humanos, capaces de sobrevivir a la enfermedad y equipados para la guerra, una cadena industrial que sólo puede llevarnos a la perdición. Me pregunto si estamos dispuestos a permitir que eso suceda, y si estamos dispuestos a prescindir de una técnica que puede salvar miles de vidas por temor a que a algún energúmeno se le ocurra usarla para fines macabros.

Creo que en el pasado hemos aprendido a controlar las capacidades destructivas que la ciencia ha puesto en nuestras manos. La amenaza atómica, aunque aún latente, ha sido desescalada con el uso de la razón y el diálogo, y el calentamiento global empieza a ocupar la agenda de los grandes dignatarios. Por supuesto, aún no tenemos nada garantizado, pero al fin y al cabo la supervivencia de nuestra especie depende de que la razón prime sobre el deseo de destruir: o triunfamos o desaparecemos. No veo por qué no podemos darnos una oportunidad similar (o, si se quiere, tomar un riesgo parecido) con la ingeniería genética con fines terapéuticos, sobre todo cuando hasta el momento ha salvado más vidas de las que ha destruido. Sólo basta con tener en cuenta siempre que ni la ciencia ni los papas son infalibles.