domingo, abril 28, 2013

Carta de una hija a su padre comunista


Querido papá,


Probablemente lo habrán pensado todos y no sólo yo, pero creo que para la reunión del 1ro de mayo sería importante hacer una referencia a los hechos de los últimos días en Bangladesh. ¿Tienen algún partidario/invitado que venga de allí? Se le podría pedir un testimonio de parte de sus connacionales involucrados. Sé que ustedes siempre apuntan a los datos y a la racionalidad, pero pienso que un poco de sana empatía con los obreros lejanos, en una óptica de verdadera solidaridad internacional, sería apropiada para la ocasión.

Por desgracia, imagino que sucederán muchos de éstos accidentes culposos (espero que no del mismo porte) en todas las fábricas del mundo, pero hoy especialmente me conmoví leyendo que todavía en la actualidad las cosas siguen sin cambiar, sobre todo en los países aún en vía de industrialización. El trabajo mal pagado y sin derechos es la norma, como en la Europa del siglo XIX. El 90% eran mujeres con un salario seguramente ridículo y privadas de sus derechos, justo como entonces. También los accidentes son como los de entonces, y por la negligencia e indiferencia de los patrones  (por no llamarla innoble avaricia y aridez humana), producen cientos de víctimas en un sólo golpe.

Claro, suceden en la periferia del mundo (que demograáficamente, en cambio, no deberíamos subestimar). No hay jihadistas involucrados, sólo el beneficio de los gerentes locales, y lo que es peor, los grandes mercados occidentales que explotan la mano de obra local para poder perpetrar por doquier las injusticias y abominable negación de los derechos más fundamentales. Un ejemplo tan evidente de la manipulación de las noticias. No es que no lo hayan mencionado, pero la diferencia es notable al comparar la cobertura minuto a minuto de la "cacería del hombre" aquí en Boston, por ejemplo.

En fin, en esta tarde primaveral me he percatado "placenteramente" de que aún soy capaz de indignarme y de sentirme solidaria también con aquellos que no conozco, pero que sé que existen.

Te quiero mucho, te admiro por tu compromiso de vieja data con tus ideales (léase con aquello que esos ideales implicarían en un mundo futuro), y por tener fe todavía en la posibilidad de una sociedad diferente.

Tu hija,
Flora


domingo, abril 21, 2013

Las mil caras del terror

Tamerlán fue el nombre de un conquistador turco-mongol de quien ya nos ha contado Enrique Serrano. Vivió en el siglo XV y gobernó sobre gran parte de Asia meridional y central -incluídos el Daguestán y Chechenia- con la falta de escrúpulos de quien se creía heredero indiscutible de Gengis Kan. En su alevoso delirio, se veía a sí mismo como un instrumento del Señor y para él no existió nunca una diferencia entre su imperio y la religión musulmana, a tal punto que llegó a adoptar el sobrenombre oficial de "la espada del Islam". Sus violentas campañas causaron la muerte de 17 millones de personas, una porción considerable de la población mundial en aquellos tiempos.

Otro Tamerlán, pero de seis siglos después, acaba de saltar a las páginas de la prensa internacional como sospechoso de los atentados que la semana pasado cobraron la vida de tres espectadores que lanzaban vítores a los corredores de la famosa maratón de Boston. Los indicios apuntan a que fueron Tamerlán Tsarnaev y su hermano menor quienes dejaron dos bombas artesanales en medio de una multitud alegre que esperaba a los deportistas cerca de la línea de meta. Los hermanos nacieron en el seno de una familia chechena en el Kirguistán, otro de los territorios antiguamente gobernados por Tamerlán el conquistador, pero habrían podido nacer en otra parte. Por desgracia, hay que decir que son sus creencias musulmanas lo que parece justificar ante la nerviosa opinión publica norteamericana el impresionante despliegue de fuerza que se apoderó de Massachusetts el pasado viernes, cuando nueve mil hombres de la policía y otras fuerzas especiales se dieron a la cacería de los sospechosos en un operativo sin precedentes.

No lo digo a la ligera. Me impresionó leer un artículo en The New Yorker en el que parece quedar claro que hay quienes se convierten en sospechosos por el hecho mismo de ser quienes son, de lucir como lucen, de creer lo que creen, con el agravante de que a pesar de estar heridos son primero sospechosos antes que víctimas. La primera reacción de la opinión pública ante una acto de violencia como las bombas del lunes es la de buscar a un gran enemigo detrás del ataque, y a veces las acciones de las autoridades parecen ceder a las presiones de la opinión y no a la fuerza de la evidencia. Antes de que se revelara la identidad de los sospechosos, amplios sectores daban por descontado que se trataba de jihadistas con motivaciones similares a las que impulsaron los atentados del 11 de septiembre, de fanáticos religiosos como Tamerlán el Conquistador u Osama bin Laden.

Mas allá de las verdaderas razones del ataque, para mucha gente aquí parece no haber una distinción entre los muchos posibles motivos que pueden tener algunos para atacar los intereses norteamericanos de manera violenta, todos los cuales considero repudiables. Para muchos aquí no parece haber una distinción entre un musulmán y un terrorista. Para muchos aquí no parece haber una distinción entre el Islam y el Sijismo -hace unos meses una mujer latina empujó a un hombre hacia los rieles del metro de Nueva York porque éste llevaba puesto un turbante-. Para muchos aquí no hay una distinción entre Chechenia y la República Checa -el embajador checo tuvo que salir a los medios a explicarla-. Y en medio de tanta confusión, lo único que parece quedar claro es que los Estados Unidos tienen entonces la autoridad moral para suspender derechos, torturar sospechosos, o invadir territorios, con el pretexto de defender a los inocentes que salen a la calle pare disfrutar de eventos deportivos.

Todo porque un gran enemigo justifica métodos estrictos. El gran enemigo une a la nación, produce muestras espontáneas de patriotismo (esta semana vi dos nuevas banderas rojas, blancas y azules sobre portones de mi calle), genera cuantiosas ganancias para los medios que transmiten la persecución en vivo, y hace más digeribles los excesos en defensa de la libertad. Todo lo cual están los norteamericanos en su derecho de sentir o apoyar, siempre y cuando la mayor democracia del mundo no incurra en el error de convertirse en el gran enemigo. Un influyente columnista de Fox News sugirió en Twitter que la solución a la cuestión musulmana es matar a todo aquel que profese el Islam. Un ejército de marines arrasando ciudades en Asia parece una realidad menos improbable en momentos de fanatismo como el que generaron los cobardes ataques de Boston, pero también es una realidad muy parecida a la del fanático musulmán del siglo XV arrasando las ciudades de sus hermanos. Por suerte esta vez podemos evitarla.

@juramaga

El árbol de pagoda

Ya nadie se detiene por azar en los puertos balleneros del sur de Massachusetts. Las calles de New Bedford, Edgartown, o Nantucket, por donde solían pavonearse los ricos armadores y los toscos cazadores de cetáceos, están ahora llenas de turistas rozagantes que van de un lado a otro registrando con sus cámaras los vistosos portones, sobre cuyos vados se esculpieron con esmero esbeltas ballenas de madera hechas a propósito para recordarle al dueño de casa su única e inapelable misión: la de hacerse a la mar con el arpón empuñado y atravesar a la primera oportunidad la piel acorazada del monstruo.

Antes, en el siglo XIX, el mar arrojaba a los navegantes contra las rocosas salientes de la costa. Las tormentas eran frecuentes y violentas, y su furia descontrolada poco tendría que envidiarle a los ciclones tropicales que hoy arrasan ciudades enteras. Ebrios, algunos hombres se hacían a la mar en la oscuridad de la noche sin pensar en sus familias, y aunque casi siempre eran tragados por las aguas vertiginosas de las dos de la madrugada, a veces amanecían exhaustos en la costa o eran rescatados por la tripulación de un pesquero que regresaba de una larga jornada en altamar. Así le sucedió, como sabemos, al desgraciado Arthur Gordon Pym aquella noche funesta de Edgartown en que se dejó llevar por los consejos alcohólicos de su amigo Augustus.

Eran tiempos de inviernos largos e incisivos. A los hombres se les medía por su valentía y la valentía se medía en litros de aceite de ballena. En esas costas vivieron y murieron muchos hombres comunes, cuyo arrojo no les bastó para quedar grabados en las gloriosas páginas de la historia. De poco les valió arriesgar su vida en cada salida al mar, de poco les valió enfrentarse al cetáceo frente a frente, un hombre diminuto contra el mamífero más grande de la creación, un despropósito arriesgado, la más peligrosa de las empresas. Otros dejaron huella, pero no por su habilidad con el arpón o su destreza en el mástil, sino por cantarle al mundo la vida difícil del mar. De allí zarparon no sólo el Grampus de Arthur Gordon Pym, sino también el Pequod de Ishmael. ¿Cuántos sueños nacieron allí y cuántos sueños quedaron allí mismo truncados? ¿Cuántos hombres se lanzaron al mar buscando la gloria para encontrar sólo la profunda muerte del mar?

Hoy ya nada nos queda de esas hazañas, todo se ha reducido a fotografías digitales registradas en memorias de silicio. Hoy se extinguen las ballenas, pero entonces se extinguían los hombres, y sus únicos dolientes eran las esposas y los hijos, que se quedaban esperando para siempre con la mirada clavada en el horizonte. Algunos regresaban, y traían cosas maravillosas de sus viajes lejanos. Luego morían de viejos en la tranquilidad del viento marino que entraba por la ventana.

Uno de los que regresó fue el capitán Thomas Milton, que había nacido en Inglaterra en 1804 y que al final de su vida de marino navegaba para el armador bostoniano William Gray. Cuando desembarcó en Edgartown después de su último viaje a la Indias Orientales, traía entre las manos una minúscula maceta que contenía el retoño de un árbol de pagoda. Se lo había regalado en Shanghai un maestro del arte penzai que además había sido su amante. Al entregárselo, le recomendó que lo mantuviera en su estado miniatura, cortándole nuevas ramas a medida que nacían y evitando la expansión de sus raíces. Pero el capitán Milton estaba demasiado acostumbrado a la inmensidad de las ballenas como para cultivar árboles en miniatura, así que lo sembró en su jardín con la esperanza de morir algún día bajo su sombra. Ayer abracé en Edgartown el tronco de un árbol de pagoda gigante. La inscripción decía que es el más grande de su tipo en el continente.

  @juramaga