Que quede claro de una buena vez: los colombianos no cenamos, sino comemos. No le hablamos a su móvil a nuestros amigos, sino los llamamos a su celular. No vivimos en pisos, sino en apartamentos. Tampoco ligamos con una chica: nos la cotizamos o nos la rumbeamos. Y por supuesto, aunque no lo acepten los más tenaces representantes del improperio internacional, cuando insultamos a alguien no le llamamos jilipollas, sino que le aplicamos un buen madrazo sazonado con una pizca de hijueputa y dos cucharadas de malparido gonorrea. Pero sobre todo, que quede claro lo más importante de todo: los colombainos no somos españoles, aunque vivamos en España con un DNI en regla, vayamos a los toros y bebamos sin escrúpulos tres vasos de sangría después de una paella valenciana humeante preparada con esmero para la comida. (¡La comida, no la cena!).
Yo personalmente estoy harto de escuchar el español transfigurado de aquellos de mis compatriotas que han ido a vivir en España, e incluso de aquellos que sólo han ido de vacaciones por unos cuantos meses: unos cuantos meses que apenas les alcanzaron para entrar al Museo del Prado, darse un paseillo por el Parque del Retiro, tomarse una foto en la Plaza de Cibeles o en la Sagrada Familia de Barcelona y tal vez comprar un recuerdito andaluz en la Alhambra majestuosa. Es molesto, o al menos lo es para mi, que soy un fanático acérrimo del hablar andino que usamos en el Valle de los Alcázares, escuchar a mis paisanos que regresan a Colombia con la dicción manoseada y las expresiones horribles de los españoles. ¿O es acaso soportable que un caleño que recién regresa de Madrid, donde ha ido a visitar a su primo, el que trabaja limpiando los baños en la estación de Atocha, salude a su madre en el aeropuerto con un sonoro "¡Ostias, mamá, que me has hecho falta, joder! ¡Venga, venga!, llamemos ahora mismo a Jeyson y Yair, que esta noche nos vamos de marcha para celebrar mi regreso"? No. Para mi no es soportable en lo absoluto. Y perdonen mi opinión intrasigente, pero es que yo no creo que en 3 meses le cambie la forma de hablar a ninguno.
Eso en cuanto a los turistas. Ahora, dirán los defensores del castellano peninsular que aquellos colombianos que han ido a vivir en España tienen una necesidad apremiante, casi instintiva, de amoldarse a los modismos y a la jerga local para lograr una mayor interacción con su nueva realidad. Pues yo sólo estoy parcialmente de acuerdo con tal afirmación. La gran mayoría de colombianos que han emigrado a la "Madre Patria" lo han hecho durante los últimos diez o quince años. Si bien es entendible que un guámbito que se fue de Colombia a los cinco años y que aún está en proceso de aprendizaje termine rápidamente por adoptar el acento español, no parece normal que una persona que ha vivido en Colombia por 30 o 40 años, es decir el doble o triple del tiempo que ha vivido en España, cambie por completo su acento sin esfuerzo alguno y casi de inmediato con el único propósito de sentirse un ciudadano del Primer Mundo. Si de integración se trata, pues intégrense a la cultura española con todo lo que implica ser colombianos, y apórtenle a los españoles nuevas cosas también, incluída la manera única y original como hablamos los que nacimos en el país del Sagrado Corazón. No se puede pedir, por supuesto, que tras vivir allí por algún tiempo la dicción no se vea en absoluto afectada. Pero de allí a pretender que todos han de mirarnos con respeto porque hablamos como madrileños de raca mandaca hay mucho trecho. ¿O a cuántos españoles residentes en Colombia han visto tratando de amoldarse a nuestras rancias expresiones idiomáticas, tales como: "¡marica, me tiré la pita de la cometa!" o "¡pa' las que sean, parce!"? A muy pocos, supongo yo.
Que no se entiendan estos párrafos críticos como una dosis innecesaria de nacionalismo. Lejos estoy de adoptar un patriotismo meloso y exagerado como el que se ha vuelto tan común en Colombia en los últimos años, luego de la llegada del mesías. Pero sí estoy convencido de que la interacción entre personas de orígenes diversos se hace más interesante cuando conservamos los elementos culturales que nos identifican como oriundos de un rincón particular del mundo. Que aburrido sería, por ejemplo, conocer a un estudiante senegalés que quisiera actuar como ejecutivo parisino a cada instante, en detrimento de su rica cultura africana. Por el bien de la diversidad cultural, pues, mis amigos, ¡hablemos como nos enseñaron nuestros taitas!
lunes, febrero 26, 2007
sábado, febrero 03, 2007
Un año en Leiden
Hace dos meses dejé aquí mi último regurjito de palabras, en aquella ocasión acerca de no sé que viajes que tengo planeados para el 2007. Al menos ya cumplí con uno que en aquél post no mencioné: el viaje de regreso a la semilla, a la Bogotá querida y remota, colgada allá en ese cerro andino de donde cuatrocientos sesenta y nueve años de trajín no han logrado sacarla. La vi bonita, como siempre, con sus cosas agradables y sus cosas malas, sus cerros verdes y sus ladrones irredimibles. Y la sigo queriendo, sobre todo porque ella también me quiere a mí y me regaló 30 días inolvidables de un sol espléndido y de noches divertidas de ron, aguardiente, cerveza y Darlin. A mi familia y amigos en el Valle de los Alcázares, un agradecimiento infinito.
Un onomástico más; se cumple hoy un año desde mi llegada a esta ciudad de Leiden -Lugdunum Batavorum, habría dicho un romano imperial. Trescientos sesenta y cinco días se han sucedido a una velocidad increíble desde que en aquella madrugada del 3 de febrero de 2006 me bajé de un tren rápido que me trajo del aeropuerto de Ámsterdam y puse por primera vez el pie en esta villa donde ahora tengo una vida mía y sólo mía, quién lo creyera. Desde entonces he adquirido cuarenta y siete nuevos amigos, pasado cinco exámenes, vistado cuatro nuevos países, leído cinco libros, caído dos veces en las deliciosas telarañas del amor y cocinado doscientas ocho veces por mi cuenta, la mitad de las cuales han resultado en una catástrofe culinaria. También he aprendido un poco de holandés, un poco de relatividad general y mucho de comportamiento humano. He descubierto, por ejemplo, que puedo controlar mi propia ira como antes no lo hacía tan sólo pensando en cómo me veo desde afuera y que a la gente le gusta mucho que la abracen pero nunca lo piden. También he intuído, tras un cuidadoso análisis, que los holandeses son poco racistas en relación con otros europeos, pero que la razón por la cual no lo son, es porque en realidad los extranjeros les importamos un carajo, en el buen sentido de la expresión: nuestra existencia ni les quita ni les pone mientras no interfiera con su agenda de citas inaplazables y tiempos exactos. Pero son buenas personas, y cuando te aprecian te ayudan y te dicen las cosas así, tal como son.
Conocí las delicias mediterráneas del uzo y la grappa e inmolé sin piedad mi ferrea voluntad, dejándola en algunas ocasiones a merced de las veleidades de los space-cakes y los coffeshops. Vi a los ricos y a los pobres de Colombia tomando cerveza en la misma mesa de un bar holandés y conocí a quien por primera vez detectó un planeta en un sistema estelar que no es el nuestro. Vi a Uribe reelegido ante la impotencia de quienes creemos en la fuerza de la razón y no de las armas y la indiferencia de millones de personas que celebraban la reinauguración de su ídolo dicharachero y bravucón. Por poco me escapé de la bomba de ETA en el aeropuerto de Barajas y celebré en el centro de Berlín el campeonato mundial de Italia en la Copa Mundo de Alemania. Visité la tumba de Molière, la de Morrison y la de todos los reyes de Francia, desde Dagoberto I hasta Luis XVIII. Me subí a cuanto edificio alto encontré en mi camino, desde la torre Eiffel hasta el Euromast de Rotterdam y permití que desde mi cuarto en Smaragdlaan se lanzara una aspiradora hacia el vacío, en perjucio de los graciosos patos que apenas despertaban en el prado junto al canal de abjo. Me llené de imágenes con la pinturas de Rembradnt, Vermeer, Dalí y Picasso, reencontré viejos amigos y fui, debo confesarlo, ingrato con otros. Me indigné con las muertes violentas en Bagdad, en Jamundí y en muchos otros lugares y me he comenzado a inquietar, como el mundo entero, con el calentamiento global y la gripe aviar.
Pero ante todo, me dí cuenta de cuánto quiero a mi familia, a mis amigos y a mi país, de cuánto los extraño y de cuánto quiero hacer por ellos; y aquí dejo testimonio de ello.
Un onomástico más; se cumple hoy un año desde mi llegada a esta ciudad de Leiden -Lugdunum Batavorum, habría dicho un romano imperial. Trescientos sesenta y cinco días se han sucedido a una velocidad increíble desde que en aquella madrugada del 3 de febrero de 2006 me bajé de un tren rápido que me trajo del aeropuerto de Ámsterdam y puse por primera vez el pie en esta villa donde ahora tengo una vida mía y sólo mía, quién lo creyera. Desde entonces he adquirido cuarenta y siete nuevos amigos, pasado cinco exámenes, vistado cuatro nuevos países, leído cinco libros, caído dos veces en las deliciosas telarañas del amor y cocinado doscientas ocho veces por mi cuenta, la mitad de las cuales han resultado en una catástrofe culinaria. También he aprendido un poco de holandés, un poco de relatividad general y mucho de comportamiento humano. He descubierto, por ejemplo, que puedo controlar mi propia ira como antes no lo hacía tan sólo pensando en cómo me veo desde afuera y que a la gente le gusta mucho que la abracen pero nunca lo piden. También he intuído, tras un cuidadoso análisis, que los holandeses son poco racistas en relación con otros europeos, pero que la razón por la cual no lo son, es porque en realidad los extranjeros les importamos un carajo, en el buen sentido de la expresión: nuestra existencia ni les quita ni les pone mientras no interfiera con su agenda de citas inaplazables y tiempos exactos. Pero son buenas personas, y cuando te aprecian te ayudan y te dicen las cosas así, tal como son.
Conocí las delicias mediterráneas del uzo y la grappa e inmolé sin piedad mi ferrea voluntad, dejándola en algunas ocasiones a merced de las veleidades de los space-cakes y los coffeshops. Vi a los ricos y a los pobres de Colombia tomando cerveza en la misma mesa de un bar holandés y conocí a quien por primera vez detectó un planeta en un sistema estelar que no es el nuestro. Vi a Uribe reelegido ante la impotencia de quienes creemos en la fuerza de la razón y no de las armas y la indiferencia de millones de personas que celebraban la reinauguración de su ídolo dicharachero y bravucón. Por poco me escapé de la bomba de ETA en el aeropuerto de Barajas y celebré en el centro de Berlín el campeonato mundial de Italia en la Copa Mundo de Alemania. Visité la tumba de Molière, la de Morrison y la de todos los reyes de Francia, desde Dagoberto I hasta Luis XVIII. Me subí a cuanto edificio alto encontré en mi camino, desde la torre Eiffel hasta el Euromast de Rotterdam y permití que desde mi cuarto en Smaragdlaan se lanzara una aspiradora hacia el vacío, en perjucio de los graciosos patos que apenas despertaban en el prado junto al canal de abjo. Me llené de imágenes con la pinturas de Rembradnt, Vermeer, Dalí y Picasso, reencontré viejos amigos y fui, debo confesarlo, ingrato con otros. Me indigné con las muertes violentas en Bagdad, en Jamundí y en muchos otros lugares y me he comenzado a inquietar, como el mundo entero, con el calentamiento global y la gripe aviar.
Pero ante todo, me dí cuenta de cuánto quiero a mi familia, a mis amigos y a mi país, de cuánto los extraño y de cuánto quiero hacer por ellos; y aquí dejo testimonio de ello.
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