Hay algo que la ciencia y la religión tienen en común, aunque seguidores de una y la otra nos empeñemos en negarlo: sus principios pueden ser aprovechados para fines absolutamente altruistas y pacíficos, para hacer el bien sin mirar a quién, o para avanzar en el mutuo entendimiento de las naciones y el de nuestro rol en el entramado del Universo; pero también, sin ningún miramiento, pueden ser la punta de lanza de los intereses más siniestros, de las ideologías más asesinas y de los objetivos más miserables que como sociedad somos capaces de imaginar. Ya en un post anterior me refería a lo intransigente que resulta culpar a la religión por la violencia de quienes llevan por dentro el odio y sólo buscan la excusa más expedita para darle una vía de escape, ya que los mismos principios religiosos con que se justifica la violencia pueden conducir a causas completamente compatibles con el progreso de la Humanidad. De igual manera es ridículo pretender culpar a la ciencia por los efectos negativos que sus descubrimientos han tenido en la Historia de la Humanidad, desde la bomba atómica hasta el uso de armas químicas en las guerras fraticidas en que nos encanta enfrascarnos, puesto que es gracias a la ciencia también que hemos frenado epidemias, encontrado otros posibles hogares alrededor de estrellas lejanas, y sobrevivido a los embates de la Naturaleza.
A final de cuentas, depende de nosotros, quienes cándidamente hemos dado en autoproclamarnos seres racionales, decidir qué hacer con nuestro conocimiento, ya sea de este de naturaleza espiritual o científica. Somos nosotros (todos, religiosos o no, científicos o no), bultos de moléculas orgánicas que han desarrollado la capacidad de pensar y de creer, quienes cargamos con la responsabilidad de responder por las consecuencias de nuestros descubrimientos y credos, y quienes, llegado el momento, compareceremos por nuestros actos, ya sea ante los arcángeles del Juicio Final, o ante el implacable fallo de nuestra descendencia, atrapada en un planeta hirviente e inhabitable, o diezmada por las guerras biológicas. La única manera que tenemos de quedar bien ante quienquiera que sea el Gran Juez, es la de evitar los impulsos naturales de nuestras propias convicciones, y juzgar cada uno de nuestros avances con moderación, estudiando todos sus posibles efectos, positivos y negativos, antes de censurar o exaltar excesivamente ideas que sólo en nuestras manos se convierten en excelentes herramientas o en terribles armas.
Aquí hay un ejemplo: el Parlamento del Reino Unido acaba de aprobar el uso de una técnica particular de fertilización in vitro que usa material genético de tres personas diferentes para producir un embrión sano (un embrión que de otra manera habría sido afectado por una enfermedad mitocondrial congénita que produce defectos incurables en el bebé). Las madres transmiten a sus hijos las mitocondrias defectuosas, y están por lo tanto condenadas a perder a todos sus hijos de manera temprana. La nueva técnica permite implantar el material genético de los padres en el embrión de una donante cuyo material genético ha sido previamente removido, lo cual resulta en células sanas con el 99.9% de la información genética de los dos padres. Quienes primero se han manifestado en contra del uso de la técnica han sido las Iglesias Católica y Anglicana de Inglaterra, condenando la decisión principalmente por razones éticas (el proceso implica la destrucción del embrión de la donante), pero también porque implica la manipulación genética con fines de diseño. En otras palabras, porque de nuevo los científicos juegan a ser Dios, a monopolizar el Diseño Inteligente.
Con respecto a las consideraciones éticas, creo que el potencial vital de un embrión en una etapa tan temprana del desarrollo no es muy diferente al potencial vital de un óvulo sin fertilizar que es expulsado en el ciclo menstrual, o al de un espermatozoide que es eyaculado sin fines reproductivos. La información genética para la vida ya se encuentra codificada en estas células, y sería absurdo considerar cada eyaculación como una masacre de espermatozoides. Me parece al contrario la manifestación más temprana de solidaridad que parte del material genético de un embrión sea donado con el fin de salvar vidas que de otra manera están condenadas desde antes incluso de la fertilización. La Iglesia, antes de quejarse, debería permitirse un acto de contrición, ya que fue uno de sus miembros, el monje agustino Gregor Mendel, quien por primera vez realizó experimentos de naturaleza genética. Más relevante para mi punto inicial es la segunda queja: el temor de que este conocimiento se use en el futuro para diseñar super-humanos, capaces de sobrevivir a la enfermedad y equipados para la guerra, una cadena industrial que sólo puede llevarnos a la perdición. Me pregunto si estamos dispuestos a permitir que eso suceda, y si estamos dispuestos a prescindir de una técnica que puede salvar miles de vidas por temor a que a algún energúmeno se le ocurra usarla para fines macabros.
Creo que en el pasado hemos aprendido a controlar las capacidades destructivas que la ciencia ha puesto en nuestras manos. La amenaza atómica, aunque aún latente, ha sido desescalada con el uso de la razón y el diálogo, y el calentamiento global empieza a ocupar la agenda de los grandes dignatarios. Por supuesto, aún no tenemos nada garantizado, pero al fin y al cabo la supervivencia de nuestra especie depende de que la razón prime sobre el deseo de destruir: o triunfamos o desaparecemos. No veo por qué no podemos darnos una oportunidad similar (o, si se quiere, tomar un riesgo parecido) con la ingeniería genética con fines terapéuticos, sobre todo cuando hasta el momento ha salvado más vidas de las que ha destruido. Sólo basta con tener en cuenta siempre que ni la ciencia ni los papas son infalibles.
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