jueves, septiembre 25, 2014

Somos de polvo

Son numerosas y bien conocidas las contradicciones entre la versión cosmogónica presentada en la Biblia judeo-cristiana y los hallazgos de la razón durante el largo recorrido del método científico, desde los experimentos de Galileo en Pisa cuatrocientos años atrás, hasta los recientes hallazgos en el Gran Colisionador de Hadrones del CERN, en Suiza, que apuntan a la existencia de una partícula elemental (el bosón de Higgs) que explicaría por qué los demás cuerpos del universo poseen masa. En un intento por reivindicar algún tipo de influencia divina en el funcionamiento de la Naturaleza, algunos han dado en llamar al bosón de Higgs “la partícula de Dios”, atribuyéndole (al menos nominalmente) un carácter divino a un fenómeno cuya verdadera esencia se encuentra en las predicciones de la física de partículas.
Tal vez las más famosas desavenencias entre la cosmogonia bíblica y la ciencia moderna tienen que ver con el origen del Universo y con el origen de la Humanidad, y han sido motivo de largos y complejos escritos y debates, entre los cuales se destaca el reciente diálogo entre el biólogo Richard Dawkins y el obispo de Canterbury en la Universidad de Oxford (del que, dicho sea de paso, Dawkings salió bastante mal librado, para desagrado de quienes coincidimos con su punto de vista). Dejemos pues de lado la discusión entre el creacionismo y la evolución darwininana, o entre el Big Bang y los seis días sagrados del Opus Dei, temas en las que se ha gastado ya demasiada tinta, y centrémonos por esta vez en una coincidencia que curiosamente surge de la interpretación literal de una frase del Génesis que nos recuerdan los curas en misa y que reza textualmente: “Polvo eres y en polvo te convertirás”.
En efecto, si se le preguntara al más recalcitrante de los creacionistas y al más ateo de los astrónomos si es verdad que somos polvo y que nuestro destino es volver a ser polvo, no tendrían otra opción que estar de acuerdo, dado el estado actual de nuestro conocimiento sobre el origen de los sistemas planetarios, donde eventualmente surge la vida. Aunque la coincidencia no iría más allá de la interpretación literal de la frase, pues el polvo al que se refieren uno y otro difieren en naturaleza, forma y cantidad, no deja de ser interesante que en medio de tantas afirmaciones erróneas que hace la Biblia sobre la causa de nuestra existencia, una de las frases allí escritas pueda describir de una manera tan acertada un hecho científico que ha sido corroborado por las más detalladas observaciones astronómicas.
Como el agua en la superficie de la Tierra, que en un ciclo de transformaciones físicas pasa de los líquidos océanos a las nubes en forma de vapor y luego regresa a los mares arrastrada por los ríos del planeta, también el material que dio origen a nuestro planeta y uno de cuyos principales componentes es el polvo interestelar, es de naturaleza cíclica. Pero todo ciclo tiene un comienzo. Los elementos químicos pesados de los que se formaron las primeras partículas de polvo en la historia del Universo fueron creados en las altas atmósferas de las primeras estrellas y luego arrojados al medio interestelar de las galaxias tempranas en el momento en que las estrellas primigenias explotaron violentamente al final de sus vidas, en eventos conocidos como supernovas. A partir del material expulsado se formaron nuevas estrellas (la segunda generación), alrededor de las cuales surgieron planetas rocosos hechos justamente de esos elementos pesados, del polvo estelar expulsado postreramente por la primera generación de estrellas.
Un ciclo similar, al final del cual también estas estrellas de segunda generación explotan y arrojan su polvo interestelar al vacío del espacio, fue necesario para proveer la materia prima a partir de la cual surgieron el Sol y todos los planetas del Sistema Solar, incluída la Tierra. Nuestro planeta es un producto de la tercera generación de estrellas, hechas del polvo que, al morir, expulsaron al espacio las estrellas de la generación anterior. La Humanidad misma, que evolucionó a partir del material orgánico presente en la Tierra primigenia, está hecha del polvo que se originó en las atmósferas de las primeras estrellas, hace 13 mil millones de años. Y cuando nuestro sol llegue a su fin, dentro de otros 5 mil millones de años, el polvo del que estamos compuestos retornará al medio interestelar y será la materia prima para una cuarta generación de estrellas. Polvo somos, y en polvo nos convertiremos.
A diferencia de las historias bíblicas, sin embargo, la del polvo interestelar no es una fábula inventada por la cultura popular a través de los siglos, sino un hecho científico ampliamente probado. Los grandes telescopios instalados en los desiertos del mundo y en la órbita de la Tierra, han detectado el polvo interestelar que oscurece la luz de las estrellas que se encuentran detrás. Además, muestras de polvo interestelar han sido obtenidas y traídas a la Tierra por misiones espaciales enviadas a la vecindad de brillantes cometas, de manera que hemos visto, medido y pesado las partículas de polvo que eventualmente serán incorporadas a nuevos planetas. En ocasiones, buscando con cuidado es posible encontrar certezas. Incluso en la Biblia.
P.S. Escuchando la lucidez y la claridad lógica del arzobispo de Canterbury, jefe de la Iglesia de Inglaterra, me queda la impresión de que los credos que permiten que sus prelados disfruten de su naturaleza como personas, y formen familias, aportan a sus feligreses mucho más que un puñado de tabúes, temores y deseos reprimidos. Algo en lo que debería pensar la Iglesia de Roma.

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