A finales del año pasado, luego de pasar 116
días de pruebas técnicas dentro de una de las cámaras de vacío más grandes del
mundo (una nevera gigante de 10
metros de diámetro y 12 de profundidad localizada en el Goddard Space Flight
Center de NASA), el conjunto de
cámaras infrarrojas más sofisticado del mundo emergió a la superficie listo
para ser integrado con los demás componentes de lo que pronto se convertirá en
el mayor objeto jamás lanzado al espacio en una sola pieza: el Telescopio
Espacial James Webb. Bautizado por algunos como el sucesor del Telescopio
Espacial Hubble, amenazado varias veces por los vaivenes de la política y el
presupuesto federal norteamericano, y resucitado de nuevo por la terquedad de
los curiosos astrónomos, este coloso espacial será, una vez puesto en órbita a
1.5 millones de kilómetros de la Tierra (cerca de 5 veces la distancia hasta la
Luna), el primer observatorio construido por el hombre capaz de detectar la luz
emitida por las primeras estrellas que surgieron en la historia del Universo.
No será una tarea fácil: para lograrlo, Webb
no sólo tendrá que estar equipado con un espejo gigante (6.5 metros) dividido
en 18 páneles hexagonales que imitan la estructura de un panal de abejas, sino
que para evitar los problemas ópticos de los que sufrió el Hubble en sus
primeros años, deberá lograr que dichos páneles estén alineados con una
precisión equivalente a una diezmilésima parte del grosor de un cabello humano.
Además, al ser un telescopio que observa principalmente luz infrarroja, para
evitar la contaminación de sus observaciones por luz indeseada, Webb deberá
operar a temperaturas extremas de 240 grados bajo cero, mucho más frío incluso
que las regiones más remotas de nuestro Sistema Solar. Antes incluso de
comenzar a operar, deberá sobrevivir a un lanzamiento complicado y desplegar
sus instrumentos con precisión. Sólo tendrá una oportunidad para hacerlo, pues
a diferencia del Hubble, no habrá misiones de astronautas para actualizarlo o
repararlo. Tendrá que ser un hoyo en uno. Esa es la magnitud del reto a la que
se enfrentan quienes trabajan en construir, lanzar y operar este observatorio,
nuestro nuevo gran ojo en el espacio.
La necesidad de un telescopio infrarrojo en
el espacio no es un capricho de científicos desquiciados: es la manera natural
de dar el siguiente paso en la sucesión increíble de descubrimientos que inició
Galileo hace más de 400 años cuando por primera vez apuntó un instrumento
óptico hacia la estrellas y dejó registro de lo observado. Si nos tomáramos el
trabajo de hacer un inventario de los fotones que nos llegan desde regiones
lejanas del Universo, fácilmente nos percataríamos de que dichas partículas de
luz son principalmente de dos tipos: el primer tipo es el de los fotones de luz
visible que nuestros ojos son capaces de detectar y que provienen
principalmente de las superficies de las estrellas. El segundo tipo de fotones,
invisibles para nuestros ojos pero que en términos de energía pesan tanto como
los fotones visibles en este inventario cósmico, es el de los fotones
infrarrojos, menos energéticos que la luz visible pero no por ello menos relevantes
para la astronomía moderna. A qué tipo pertenece un fotón determinado depende
de la temperatura del cuerpo que lo emite. Mientras que los fotones visibles
nos informan sobre las condiciones en las superficies estelares, que fulguran a
temperaturas de miles de grados centígrados, los fotones infrarrojos contienen
los secretos de cuerpos muchos más fríos como planetas, cometas y asteroides.
El tipo de cuerpos con superficies sólidas y atmósferas nubladas donde
esperaríamos que las condiciones para la vida sean propicias.
De manera que poner a Webb en el espacio
tiene sentido, porque aún con su increíble portafolio de descubrimientos,
Hubble sólo nos ha informado acerca de la mitad de nuestro inventario cósmico. Aún
más: los datos que obtendrá Webb a partir de 2018, cuando un cohete Ariane V de
la Agencia Espacial Europea lanzado desde la Guyana Francesa lo encamine en
dirección al llamado punto de Lagrange 2, ayudarán a responder preguntas de
gran relevancia para la astrofísica moderna, y en general para nuestra
comprensión de la evolución del Universo y el origen de la vida. Webb toma el
relevo donde Hubble, exhausto ya tras 25 años de descubrimientos, deja el
testimonio. En comparación con su antecesor, el nuevo observatorio verá más
lejos en el espacio y más atrás en el tiempo, lo que le permitirá echar un
vistazo (el primer vistazo de la Humanidad a tiempos tan remotos) a la época en
que las primeras galaxias se formaban y las primeras estrellas se encendían,
poniendo fin a la era oscura del Universo e iniciando los procesos
termonucleares en el interior de las estrellas que darían origen a los
elementos químicos de los que estamos conformados los seres vivos en el planeta
Tierra. Estas observaciones sólo
son posibles en el infrarrojo, pues a medida que el Universo se ha ido
expandiendo, la luz original de esas estrellas primigenias (que era visible y
ultravioleta al ser emitida) se ha estirado también y ahora nos llega en forma
de fotones infrarrojos.
Webb también avanzará nuestro conocimiento
sobre la formación de estrellas y planetas. Las regiones de la Vía Láctea donde
nacen otros sistemas solares se esconden detrás de densas capas de polvo
interestelar, lo que las hace inaccesibles a la luz visible en la que observa
el Hubble. Las capacidades infrarrojas de Webb le permitirán penetrar estas
cortinas de silicio y carbono y obtener imágenes nítidas del proceso que
culminará con la germinación de nuevas Tierras. Además, usando sus sofisticados
espectrómetros, Webb podrá medir la composición de las atmósferas de decenas de
planetas extrasolares que han sido detectados orbitando alrededor de otras
estrellas, aprovechando los “eclipses” que tienen lugar cuando uno de esos
planetas pasa frente de su estrella. Al atravesar los cielos remotos de
planetas ignotos, la luz de esas estrellas puede traernos las primeras pistas
sobre la química de otros mundos, y reducir nuestra incertidumbre acerca de qué
tan probable es la biología de la vida en otras regiones de la galaxia. Existe
una probabilidad considerable de que Webb sea el primer observatorio capaz de
realizar extensivamente este tipo de mediciones en muchos planetas diferentes,
iniciando una nueva era en las ciencias planetarias y acercándonos por fin a
una respuesta concreta a la pregunta que Fermi se planteó hace ya más de medio
siglo en relación a la vida en otras partes del Universo: ¿Dónde está todo el
mundo?
Faltan todavía algunos años para que el Telescopio Espacial James Webb
despliegue sus pétalos hexagonales de berilio (los páneles del espejo principal
están hechos de este material, para aligerar el peso total del telescopio) y
nos encauce en nuevas rutas de descubrimiento. Pero los años que nos separan
del lanzamiento son igualmente emocionantes: poco a poco los componentes de
Webb están llegando a las instalaciones de NASA donde se efectuarán las pruebas
finales. Dichos componentes son el resultado de un esfuerzo internacional que
incluye a varios países de Europa, así como a Canadá, y Estados Unidos, un
recordatorio más de que nuestras empresas espaciales son empresas de la especie
humana y no aventuras en solitario de una nación en particular. Las
observaciones están siendo planeadas cuidadosamente por cientos de astrónomos
alrededor del mundo y las herramientas diseñadas para que en el futuro
cualquier astrónomo, sin importar su nacionalidad u origen, pueda hacer uso de
uno de los instrumentos astronómicos más poderosos de la historia. Es posible
que Hubble y Webb operen simultáneamente por algunos años, maximizando nuestra
capacidad de explorar. Pero aún cuando el vetusto Hubble se vea forzado a
retirarse de la escena, el nuevo coloso de berilio ya estará listo para tomar
el relevo y sorprender a una nueva generación con los primeros brillos del
Universo.
@juramaga