El Universo es un lugar frío. La radiación cósmica de fondo, un tipo de luz invisible que llena el espacio y que guarda en su ondulaciones el registro más fidedigno de lo que sucedió poco después del Big Bang, la gran explosión que dio origen a todo cuanto conocemos, tiene una temperatura de tan sólo 3 grados Kelvin. Esto es sólo 3 grados por encima de la ausencia total de energía, o 270 grados por debajo de la temperatura de congelación del agua. Ni siquiera las superficies de los más inhóspitos planetas de nuestro Sistema Solar alcanzan temperaturas tan bajas. El helio, el gas con el que inflamos los globos de colores que flotan hacia el espacio si los dejamos escapar, se convierte en un líquido transparente como el agua si lo sometemos a la bajísima temperatura del Universo, y por supuesto, no hace falta aclarar que ningún tipo de vida podría existir en las condiciones extremísimas del espacio exterior.
Pero si el Universo es un lugar tan desapacible, ¿cómo es posible que hayamos llegado a existir y que podamos disfrutar de cómodas vacaciones en el calor luminoso de las costas de San Andrés? Por supuesto, en nuestro caso el privilegio de las temperaturas tropicales no se debe a litigios marítimos con Nicaragua, ni a un milagro de la Naturaleza, sino a nuestra proximidad a una estrella amarilla común que llamamos el Sol y en cuyo interior la energía de miles de bombas atómicas calienta una pequeña región a su alrededor en la que tenemos la suerte de vivir. La proximidad a nuestra estrella no es el resultado de una casualidad, ni de la bondad de un Creador misericordioso, sino la consecuencia natural de haberse formado el Sol y todos los planetas del Sistema Solar, la Tierra incluida, a partir de la misma nube primigenia de gas y polvo, que colapsó dirigida por su propia gravedad antes de formar los océanos en los que navegarían Colón y Magallanes, los paisajes escarlatas de desiertos helados en la superficie de Marte, los complicados patrones ciclónicos de las nubes en Júpiter, y los gélidos cometas como el ISON que se precipitan desde lejanas regiones más allá de Plutón para desintegrarse en las cercanías de la estrella central, el Sol amarillo que domina el ecosistema de nuestra existencia.
El Universo comenzó en el Big Bang y ha estado en constante expansión desde entonces. ¿Cuándo a lo largo de esta historia se dieron por primera vez las condiciones para la vida?
Pero el Cosmos no siempre fue el vacío helado e inhóspito que hace tan angustiosas las películas de astronautas perdidos en el espacio. Uno de las construcciones lógicas más fascinantes del conocimiento humano, edificada con cimientos experimentales incuestionables, es el modelo estándar de la cosmología, según el cual nuestro Universo comenzó como un punto sin dimensiones cuya densidad y temperatura infinitas daban cuenta de toda la materia y toda la energía que hoy observamos. De repente esa singularidad infinitamente pequeña comenzó a expandirse de manera violenta, un evento que hemos dado en llamar el Big Bang, dando inicio a una expansión universal que todavía continua en nuestros días. Nuestro Universo es un globo enorme hecho de espacio y de tiempo que hoy sigue creciendo impulsado por la explosión inicial y por otras fuerzas misteriosas que aún estamos por comprender. A medida que el Universo se expandía, la temperatura, inicialmente infinita, comenzó a descender hasta llegar a los 270 grados bajo cero que medimos hoy en todas las direcciones en que observamos. El horno incandescente del Big Bang ha estado enfriándose por los últimos trece mil setecientos millones de años.
En un reciente artículo Avi Loeb comenta acerca de una de las consecuencias más interesantes de este enfriamiento continuo. Hubo un momento en el que la temperatura promedio del Universo debió ser muy cercana a las agradables temperaturas en la superficie de nuestra Tierra, aún en ausencia de fuentes de calor como el Sol. En otras palabras, cierto tiempo después del Big Bang (15 millones de años después, para ser exactos) todas las regiones del Universo, sin excepción, gozaban de la temperatura de Barranquilla sin necesidad de tener cerca un Sol que las calentara. Loeb se pregunta si ya en aquellas etapas tempranas del Universo las condiciones eran propicias para el surgimiento de planetas habitables como la Tierra. Por supuesto, para que dicha habitabilidad sea posible, no sólo se requieren temperaturas agradables, sino también elementos químicos pesados como el silicio, el hierro y el carbono, para que sea posible la formación de planetas rocosos como el nuestro. La pregunta es entonces si 15 millones de años después del Big Bang ya había pasado tiempo suficiente para que se formaran estos elementos pesados en el interior de las primeras estrellas. Los cálculos cosmológicos indican que la respuesta a esta pregunta es afirmativa. Y la consecuencia es ineludible: en un Universo muy joven, con sólo el 0.1% de su edad actual, pudieron existir las condiciones para el surgimiento de la vida.
El sorprendente resultado parece en contraposición con la concepción aceptada de que las condiciones para la vida sólo se dieron mucho después en la historia del Universo, cuando varias generaciones de estrellas enriquecieron la química del Cosmos lo suficiente para propiciar el surgimiento de planetas con montañas y océanos. Algunos cosmólogos incluso argumentan que los parámetros cosmológicos que medimos en el Universo actual (la densidad de materia y energía, por ejemplo) tienen los valores que medimos justamente porque nosotros, quienes medimos, tuvimos que esperar hasta que dichos parámetros tuvieran exactamente esos valores antes de tener la posibilidad de existir (si fueran distintos, las nubes primigenias no habrían colapsado para formar nuestros planetas). Este principio antrópico de la cosmología parece tambalear frente a la posibilidad de la idea de Loeb, y puede que les de un respiro a quienes se aferran a la idea de que un arquitecto universal debió sintonizar el universo para hacer posible nuestra existencia. Dios, dirán estos últimos, nos ha querido dar más de una oportunidad para existir.