Tamerlán fue el nombre de un conquistador turco-mongol de quien ya nos ha contado Enrique Serrano. Vivió en el siglo XV y gobernó sobre gran parte de Asia meridional y central -incluídos el Daguestán y Chechenia- con la falta de escrúpulos de quien se creía heredero indiscutible de Gengis Kan. En su alevoso delirio, se veía a sí mismo como un instrumento del Señor y para él no existió nunca una diferencia entre su imperio y la religión musulmana, a tal punto que llegó a adoptar el sobrenombre oficial de "la espada del Islam". Sus violentas campañas causaron la muerte de 17 millones de personas, una porción considerable de la población mundial en aquellos tiempos.
Otro Tamerlán, pero de seis siglos después, acaba de saltar a las páginas de la prensa internacional como sospechoso de los atentados que la semana pasado cobraron la vida de tres espectadores que lanzaban vítores a los corredores de la famosa maratón de Boston. Los indicios apuntan a que fueron Tamerlán Tsarnaev y su hermano menor quienes dejaron dos bombas artesanales en medio de una multitud alegre que esperaba a los deportistas cerca de la línea de meta. Los hermanos nacieron en el seno de una familia chechena en el Kirguistán, otro de los territorios antiguamente gobernados por Tamerlán el conquistador, pero habrían podido nacer en otra parte. Por desgracia, hay que decir que son sus creencias musulmanas lo que parece justificar ante la nerviosa opinión publica norteamericana el impresionante despliegue de fuerza que se apoderó de Massachusetts el pasado viernes, cuando nueve mil hombres de la policía y otras fuerzas especiales se dieron a la cacería de los sospechosos en un operativo sin precedentes.
No lo digo a la ligera. Me impresionó leer un
artículo en The New Yorker en el que parece quedar claro que hay quienes se convierten en sospechosos por el hecho mismo de ser quienes son, de lucir como lucen, de creer lo que creen, con el agravante de que a pesar de estar heridos son primero sospechosos antes que víctimas. La primera reacción de la opinión pública ante una acto de violencia como las bombas del lunes es la de buscar a un gran enemigo detrás del ataque, y a veces las acciones de las autoridades parecen ceder a las presiones de la opinión y no a la fuerza de la evidencia. Antes de que se revelara la identidad de los sospechosos, amplios sectores daban por descontado que se trataba de jihadistas con motivaciones similares a las que impulsaron los atentados del 11 de septiembre, de fanáticos religiosos como Tamerlán el Conquistador u Osama bin Laden.
Mas allá de las verdaderas razones del ataque, para mucha gente aquí parece no haber una distinción entre los muchos posibles motivos que pueden tener algunos para atacar los intereses norteamericanos de manera violenta, todos los cuales considero repudiables. Para muchos aquí no parece haber una distinción entre un musulmán y un terrorista. Para muchos aquí no parece haber una distinción entre el Islam y el Sijismo -hace unos meses una mujer latina empujó a un hombre hacia los rieles del metro de Nueva York porque éste llevaba puesto un turbante-. Para muchos aquí no hay una distinción entre Chechenia y la República Checa -el embajador checo tuvo que salir a los medios a explicarla-. Y en medio de tanta confusión, lo único que parece quedar claro es que los Estados Unidos tienen entonces la autoridad moral para suspender derechos, torturar sospechosos, o invadir territorios, con el pretexto de defender a los inocentes que salen a la calle pare disfrutar de eventos deportivos.
Todo porque un gran enemigo justifica métodos estrictos. El gran enemigo une a la nación, produce muestras espontáneas de patriotismo (esta semana vi dos nuevas banderas rojas, blancas y azules sobre portones de mi calle), genera cuantiosas ganancias para los medios que transmiten la persecución en vivo, y hace más digeribles los excesos en defensa de la libertad. Todo lo cual están los norteamericanos en su derecho de sentir o apoyar, siempre y cuando la mayor democracia del mundo no incurra en el error de convertirse en el gran enemigo. Un influyente columnista de Fox News
sugirió en Twitter que la solución a la
cuestión musulmana es matar a todo aquel que profese el Islam. Un ejército de
marines arrasando ciudades en Asia parece una realidad menos improbable en momentos de fanatismo como el que generaron los cobardes ataques de Boston, pero también es una realidad muy parecida a la del fanático musulmán del siglo XV arrasando las ciudades de sus hermanos. Por suerte esta vez podemos evitarla.
@juramaga