domingo, diciembre 08, 2013

Los dedos calientes de Dios

El Universo es un lugar frío. La radiación cósmica de fondo, un tipo de luz invisible que llena el espacio y que guarda en su ondulaciones el registro más fidedigno de lo que sucedió poco después del Big Bang, la gran explosión que dio origen a todo cuanto conocemos, tiene una temperatura de tan sólo 3 grados Kelvin. Esto es sólo 3 grados por encima de la ausencia total de energía, o 270 grados por debajo de la temperatura de congelación del agua. Ni siquiera las superficies de los más inhóspitos planetas de nuestro Sistema Solar alcanzan temperaturas tan bajas. El helio, el gas con el que inflamos los globos de colores que flotan hacia el espacio si los dejamos escapar, se convierte en un líquido transparente como el agua si lo sometemos a la bajísima temperatura del Universo, y por supuesto, no hace falta aclarar que ningún tipo de vida podría existir en las condiciones extremísimas del espacio exterior.

Pero si el Universo es un lugar tan desapacible, ¿cómo es posible que hayamos llegado a existir y que podamos disfrutar de cómodas vacaciones en el calor luminoso de las costas de San Andrés? Por supuesto, en nuestro caso el privilegio de las temperaturas tropicales no se debe a litigios marítimos con Nicaragua, ni a un milagro de la Naturaleza, sino a nuestra proximidad a una estrella amarilla común que llamamos el Sol y en cuyo interior la energía de miles de bombas atómicas calienta una pequeña región a su alrededor en la que tenemos la suerte de vivir. La proximidad a nuestra estrella no es el resultado de una casualidad, ni de la bondad de un Creador misericordioso, sino la consecuencia natural de haberse formado el Sol y todos los planetas del Sistema Solar, la Tierra incluida, a partir de la misma nube primigenia de gas y polvo, que colapsó dirigida por su propia gravedad antes de formar los océanos en los que navegarían Colón y Magallanes, los paisajes escarlatas de desiertos helados en la superficie de Marte, los complicados patrones ciclónicos de las nubes en Júpiter, y los gélidos cometas como el ISON que se precipitan desde lejanas regiones más allá de Plutón para desintegrarse en las cercanías de la estrella central, el Sol amarillo que domina el ecosistema de nuestra existencia.
El Universo comenzó en el Big Bang y ha estado en constante expansión desde entonces. ¿Cuándo a lo largo de esta historia se dieron por primera vez las condiciones para la vida?

Pero el Cosmos no siempre fue el vacío helado e inhóspito que hace tan angustiosas las películas de astronautas perdidos en el espacio. Uno de las construcciones lógicas más fascinantes del conocimiento humano, edificada con cimientos experimentales incuestionables, es el modelo estándar de la cosmología, según el cual nuestro Universo comenzó como un punto sin dimensiones cuya densidad y temperatura infinitas daban cuenta de toda la materia y toda la energía que hoy observamos. De repente esa singularidad infinitamente pequeña comenzó a expandirse de manera violenta, un evento que hemos dado en llamar el Big Bang, dando inicio a una expansión universal que todavía continua en nuestros días. Nuestro Universo es un globo enorme hecho de espacio y de tiempo que hoy sigue creciendo impulsado por la explosión inicial y por otras fuerzas misteriosas que aún estamos por comprender. A medida que el Universo se expandía, la temperatura, inicialmente infinita, comenzó a descender hasta llegar a los 270 grados bajo cero que medimos hoy en todas las direcciones en que observamos. El horno incandescente del Big Bang ha estado enfriándose por los últimos trece mil setecientos millones de años.

En un reciente artículo Avi Loeb comenta acerca de una de las consecuencias más interesantes de este enfriamiento continuo. Hubo un momento en el que la temperatura promedio del Universo debió ser muy cercana a las agradables temperaturas en la superficie de nuestra Tierra, aún en ausencia de fuentes de calor como el Sol. En otras palabras, cierto tiempo después del Big Bang (15 millones de años después, para ser exactos) todas las regiones del Universo, sin excepción, gozaban de la temperatura de Barranquilla sin necesidad de tener cerca un Sol que las calentara. Loeb se pregunta si ya en aquellas etapas tempranas del Universo las condiciones eran propicias para el surgimiento de planetas habitables como la Tierra. Por supuesto, para que dicha habitabilidad sea posible, no sólo se requieren temperaturas agradables, sino también elementos químicos pesados como el silicio, el hierro y el carbono, para que sea posible la formación de planetas rocosos como el nuestro. La pregunta es entonces si 15 millones de años después del Big Bang ya había pasado tiempo suficiente para que se formaran estos elementos pesados en el interior de las primeras estrellas. Los cálculos cosmológicos indican que la respuesta a esta pregunta es afirmativa. Y la consecuencia es ineludible: en un Universo muy joven, con sólo el 0.1% de su edad actual, pudieron existir las condiciones para el surgimiento de la vida.

El sorprendente resultado parece en contraposición con la concepción aceptada de que las condiciones para la vida sólo se dieron mucho después en la historia del Universo, cuando varias generaciones de estrellas enriquecieron la química del Cosmos lo suficiente para propiciar el surgimiento de planetas con montañas y océanos. Algunos cosmólogos incluso argumentan que los parámetros cosmológicos que medimos en el Universo actual (la densidad de materia y energía, por ejemplo) tienen los valores que medimos justamente porque nosotros, quienes medimos, tuvimos que esperar hasta que dichos parámetros tuvieran exactamente esos valores antes de tener la posibilidad de existir (si fueran distintos, las nubes primigenias no habrían colapsado para formar nuestros planetas). Este principio antrópico de la cosmología parece tambalear frente a la posibilidad de la idea de Loeb, y puede que les de un respiro a quienes se aferran a la idea de que un arquitecto universal debió sintonizar el universo para hacer posible nuestra existencia. Dios, dirán estos últimos, nos ha querido dar más de una oportunidad para existir.

martes, octubre 29, 2013

Cuero y la verdadera innovación.

Hay que agradecerles algo a los doctores Cuero y Bernal, más allá de los detalles de la álgida discusión que se ha generado por las ínfulas (justificadas o no) del uno, y las denuncias (justificadas o no) del otro. Tal vez por primera vez en los últimos años, o al menos desde que yo recuerde, varios estamentos de la sociedad colombiana (periodistas, académicos y entidades gubernamentales, y en general ciudadanos que trabajan y pagan impuestos) se han enfrascado en una rica discusión sobre lo que significa ser científico y hacer ciencia, y no sólo desde el punto de vista puramente técnico, ni desde la perspectiva saludable de la divulgación, sino a propósito del más relevante de todos los aspectos de la ciencia: su impacto en una nación emergente que busca diversificar su economía a través de la investigación científica. En efecto, pocas veces habíamos visto términos como artículo científico, invento, factor de impacto, o patente tantas veces repetidos y por tantos días consecutivos en las primeras páginas de los principales diarios del país, y pocas veces tanta gente de tan diversos nichos del sector productivo se había animado a opinar sobre el tema. Sería un error no aprovechar esta inusitada atención para resaltar la relevancia de la ciencia en la Colombia del postconflicto, en sus justas proporciones y sin acudir a la exageración, mientras procuramos que esta discusión le dé el rumbo correcto a las políticas gubernamentales en la materia.

Colombia lleva décadas dando bandazos tempestuosos en sus políticas de ciencia y tecnología. Si el barco de la investigación científica no ha hecho agua es tal vez porque esos bandazos parecen bien sincronizados con los vaivenes políticos de la nación, y no hemos permitido que una política científica errada vaya demasiado lejos antes de dar un giro inesperado en la dirección completamente opuesta. Pero tampoco hemos avanzado mucho, y esa falta de avance la debemos a que las políticas de innovación y ciencia no han sido nunca una política de estado, sino un apetitoso pedazo del pastel burocrático con que los Presidentes buscan premiar a los partidos que los llevan al poder. Poco a poco, los gobiernos han entendido que si queremos emerger como una potencia económica de la región, tenemos que modernizar nuestros medios de producción, y cambiar, o al menos paulatimamente reemplazar el bonachón protagonismo de Juan Valdez o los desastres de contratación y corrupción en la minería, por una economía basada en el conocimiento que le dé a nuestros productos un valor agregado que no les sea fácilmente arrebatado por tratados de comercio poco equitativos con países que se pueden dar el lujo de perder en el agro porque producen lanzaderas espaciales.

Las anunciadas maravillas de las regalías para ciencia y tecnología no se han materializado porque, con contadas excepciones, los departamentos han contratado a su antojo con esos dineros sin asesorarse correctamente y con el consabido apetito burocrático que ya conocemos. El Presidente ha dicho que está comprometido con la ciencia y la tecnología, pero que mientras unos le dicen que hay que invertir en innovación, los otros le imprecan que hay que llenar el país de doctores y hacer sólo ciencia básica en física, astronomía y matemáticas. Yo creo que este es un falso dilema. El gobierno debe procurar que quien esté al frente de Colciencias sepa entender el balance entre estos dos aspectos, y comprender que no hay innovación sin ciencia básica, pues aquella no se trata de reproducir los inventos desarrollados en otras latitudes, sino, como su nombre lo indica, de usar los descubrimientos para producir inventos novedosos que beneficien a la población en aspectos claves para su desarrollo. Así mismo, la contratación debe hacerse teniendo en cuenta este balance, y debe establecerse un mecanismo adecuado para que los proyectos financiados utilicen los conocimientos de nuestros científicos más aventajados, esos que publican 10 artículos científicos al año, y se materialicen en soluciones para la sociedad y la industria.

Estoy seguro que el Dr. Cuero no es el único científico colombiano con patentes registradas en el extranjero. Estoy convencido de que las críticas al Dr. Cuero no han estado fundadas en el racismo, como lo siguen sugiriendo algunos periodistas que parecen no querer admitir sus propias fallas de investigación. Más bien, creo que lo condenable en su caso es haberse dedicado a producir jugosos contratos para su fundación apoyándose en sus aparentemente exagerados logros, en lugar de liderar un verdadero programa de innovación en Colombia, si es que sus resultados lo ameritaban. Eso sin contar lo éticamente reprobable de exagerar su hoja de vida en detrimento de quienes en Colombia siguen intentando, a veces de manera infructuosa, hacer innovación de verdad. La discusión no se puede quedar en la banalidad de quién es el científico que más publica en Colombia o en el extranjero, sino que tiene que ocuparse de cómo hacer para que los inventos e ideas de Cuero y de otros científicos colombianos, de los que hay muchos y muy capaces, no vayan a parar a la NASA, sino que se queden en Colombia mejorando las condiciones en las regiones y dando a la industria el empujón que necesita para que cuando se deje de consumir café en Europa, tengamos algo que ofrecerle al mundo.

domingo, abril 28, 2013

Carta de una hija a su padre comunista


Querido papá,


Probablemente lo habrán pensado todos y no sólo yo, pero creo que para la reunión del 1ro de mayo sería importante hacer una referencia a los hechos de los últimos días en Bangladesh. ¿Tienen algún partidario/invitado que venga de allí? Se le podría pedir un testimonio de parte de sus connacionales involucrados. Sé que ustedes siempre apuntan a los datos y a la racionalidad, pero pienso que un poco de sana empatía con los obreros lejanos, en una óptica de verdadera solidaridad internacional, sería apropiada para la ocasión.

Por desgracia, imagino que sucederán muchos de éstos accidentes culposos (espero que no del mismo porte) en todas las fábricas del mundo, pero hoy especialmente me conmoví leyendo que todavía en la actualidad las cosas siguen sin cambiar, sobre todo en los países aún en vía de industrialización. El trabajo mal pagado y sin derechos es la norma, como en la Europa del siglo XIX. El 90% eran mujeres con un salario seguramente ridículo y privadas de sus derechos, justo como entonces. También los accidentes son como los de entonces, y por la negligencia e indiferencia de los patrones  (por no llamarla innoble avaricia y aridez humana), producen cientos de víctimas en un sólo golpe.

Claro, suceden en la periferia del mundo (que demograáficamente, en cambio, no deberíamos subestimar). No hay jihadistas involucrados, sólo el beneficio de los gerentes locales, y lo que es peor, los grandes mercados occidentales que explotan la mano de obra local para poder perpetrar por doquier las injusticias y abominable negación de los derechos más fundamentales. Un ejemplo tan evidente de la manipulación de las noticias. No es que no lo hayan mencionado, pero la diferencia es notable al comparar la cobertura minuto a minuto de la "cacería del hombre" aquí en Boston, por ejemplo.

En fin, en esta tarde primaveral me he percatado "placenteramente" de que aún soy capaz de indignarme y de sentirme solidaria también con aquellos que no conozco, pero que sé que existen.

Te quiero mucho, te admiro por tu compromiso de vieja data con tus ideales (léase con aquello que esos ideales implicarían en un mundo futuro), y por tener fe todavía en la posibilidad de una sociedad diferente.

Tu hija,
Flora


domingo, abril 21, 2013

Las mil caras del terror

Tamerlán fue el nombre de un conquistador turco-mongol de quien ya nos ha contado Enrique Serrano. Vivió en el siglo XV y gobernó sobre gran parte de Asia meridional y central -incluídos el Daguestán y Chechenia- con la falta de escrúpulos de quien se creía heredero indiscutible de Gengis Kan. En su alevoso delirio, se veía a sí mismo como un instrumento del Señor y para él no existió nunca una diferencia entre su imperio y la religión musulmana, a tal punto que llegó a adoptar el sobrenombre oficial de "la espada del Islam". Sus violentas campañas causaron la muerte de 17 millones de personas, una porción considerable de la población mundial en aquellos tiempos.

Otro Tamerlán, pero de seis siglos después, acaba de saltar a las páginas de la prensa internacional como sospechoso de los atentados que la semana pasado cobraron la vida de tres espectadores que lanzaban vítores a los corredores de la famosa maratón de Boston. Los indicios apuntan a que fueron Tamerlán Tsarnaev y su hermano menor quienes dejaron dos bombas artesanales en medio de una multitud alegre que esperaba a los deportistas cerca de la línea de meta. Los hermanos nacieron en el seno de una familia chechena en el Kirguistán, otro de los territorios antiguamente gobernados por Tamerlán el conquistador, pero habrían podido nacer en otra parte. Por desgracia, hay que decir que son sus creencias musulmanas lo que parece justificar ante la nerviosa opinión publica norteamericana el impresionante despliegue de fuerza que se apoderó de Massachusetts el pasado viernes, cuando nueve mil hombres de la policía y otras fuerzas especiales se dieron a la cacería de los sospechosos en un operativo sin precedentes.

No lo digo a la ligera. Me impresionó leer un artículo en The New Yorker en el que parece quedar claro que hay quienes se convierten en sospechosos por el hecho mismo de ser quienes son, de lucir como lucen, de creer lo que creen, con el agravante de que a pesar de estar heridos son primero sospechosos antes que víctimas. La primera reacción de la opinión pública ante una acto de violencia como las bombas del lunes es la de buscar a un gran enemigo detrás del ataque, y a veces las acciones de las autoridades parecen ceder a las presiones de la opinión y no a la fuerza de la evidencia. Antes de que se revelara la identidad de los sospechosos, amplios sectores daban por descontado que se trataba de jihadistas con motivaciones similares a las que impulsaron los atentados del 11 de septiembre, de fanáticos religiosos como Tamerlán el Conquistador u Osama bin Laden.

Mas allá de las verdaderas razones del ataque, para mucha gente aquí parece no haber una distinción entre los muchos posibles motivos que pueden tener algunos para atacar los intereses norteamericanos de manera violenta, todos los cuales considero repudiables. Para muchos aquí no parece haber una distinción entre un musulmán y un terrorista. Para muchos aquí no parece haber una distinción entre el Islam y el Sijismo -hace unos meses una mujer latina empujó a un hombre hacia los rieles del metro de Nueva York porque éste llevaba puesto un turbante-. Para muchos aquí no hay una distinción entre Chechenia y la República Checa -el embajador checo tuvo que salir a los medios a explicarla-. Y en medio de tanta confusión, lo único que parece quedar claro es que los Estados Unidos tienen entonces la autoridad moral para suspender derechos, torturar sospechosos, o invadir territorios, con el pretexto de defender a los inocentes que salen a la calle pare disfrutar de eventos deportivos.

Todo porque un gran enemigo justifica métodos estrictos. El gran enemigo une a la nación, produce muestras espontáneas de patriotismo (esta semana vi dos nuevas banderas rojas, blancas y azules sobre portones de mi calle), genera cuantiosas ganancias para los medios que transmiten la persecución en vivo, y hace más digeribles los excesos en defensa de la libertad. Todo lo cual están los norteamericanos en su derecho de sentir o apoyar, siempre y cuando la mayor democracia del mundo no incurra en el error de convertirse en el gran enemigo. Un influyente columnista de Fox News sugirió en Twitter que la solución a la cuestión musulmana es matar a todo aquel que profese el Islam. Un ejército de marines arrasando ciudades en Asia parece una realidad menos improbable en momentos de fanatismo como el que generaron los cobardes ataques de Boston, pero también es una realidad muy parecida a la del fanático musulmán del siglo XV arrasando las ciudades de sus hermanos. Por suerte esta vez podemos evitarla.

@juramaga

El árbol de pagoda

Ya nadie se detiene por azar en los puertos balleneros del sur de Massachusetts. Las calles de New Bedford, Edgartown, o Nantucket, por donde solían pavonearse los ricos armadores y los toscos cazadores de cetáceos, están ahora llenas de turistas rozagantes que van de un lado a otro registrando con sus cámaras los vistosos portones, sobre cuyos vados se esculpieron con esmero esbeltas ballenas de madera hechas a propósito para recordarle al dueño de casa su única e inapelable misión: la de hacerse a la mar con el arpón empuñado y atravesar a la primera oportunidad la piel acorazada del monstruo.

Antes, en el siglo XIX, el mar arrojaba a los navegantes contra las rocosas salientes de la costa. Las tormentas eran frecuentes y violentas, y su furia descontrolada poco tendría que envidiarle a los ciclones tropicales que hoy arrasan ciudades enteras. Ebrios, algunos hombres se hacían a la mar en la oscuridad de la noche sin pensar en sus familias, y aunque casi siempre eran tragados por las aguas vertiginosas de las dos de la madrugada, a veces amanecían exhaustos en la costa o eran rescatados por la tripulación de un pesquero que regresaba de una larga jornada en altamar. Así le sucedió, como sabemos, al desgraciado Arthur Gordon Pym aquella noche funesta de Edgartown en que se dejó llevar por los consejos alcohólicos de su amigo Augustus.

Eran tiempos de inviernos largos e incisivos. A los hombres se les medía por su valentía y la valentía se medía en litros de aceite de ballena. En esas costas vivieron y murieron muchos hombres comunes, cuyo arrojo no les bastó para quedar grabados en las gloriosas páginas de la historia. De poco les valió arriesgar su vida en cada salida al mar, de poco les valió enfrentarse al cetáceo frente a frente, un hombre diminuto contra el mamífero más grande de la creación, un despropósito arriesgado, la más peligrosa de las empresas. Otros dejaron huella, pero no por su habilidad con el arpón o su destreza en el mástil, sino por cantarle al mundo la vida difícil del mar. De allí zarparon no sólo el Grampus de Arthur Gordon Pym, sino también el Pequod de Ishmael. ¿Cuántos sueños nacieron allí y cuántos sueños quedaron allí mismo truncados? ¿Cuántos hombres se lanzaron al mar buscando la gloria para encontrar sólo la profunda muerte del mar?

Hoy ya nada nos queda de esas hazañas, todo se ha reducido a fotografías digitales registradas en memorias de silicio. Hoy se extinguen las ballenas, pero entonces se extinguían los hombres, y sus únicos dolientes eran las esposas y los hijos, que se quedaban esperando para siempre con la mirada clavada en el horizonte. Algunos regresaban, y traían cosas maravillosas de sus viajes lejanos. Luego morían de viejos en la tranquilidad del viento marino que entraba por la ventana.

Uno de los que regresó fue el capitán Thomas Milton, que había nacido en Inglaterra en 1804 y que al final de su vida de marino navegaba para el armador bostoniano William Gray. Cuando desembarcó en Edgartown después de su último viaje a la Indias Orientales, traía entre las manos una minúscula maceta que contenía el retoño de un árbol de pagoda. Se lo había regalado en Shanghai un maestro del arte penzai que además había sido su amante. Al entregárselo, le recomendó que lo mantuviera en su estado miniatura, cortándole nuevas ramas a medida que nacían y evitando la expansión de sus raíces. Pero el capitán Milton estaba demasiado acostumbrado a la inmensidad de las ballenas como para cultivar árboles en miniatura, así que lo sembró en su jardín con la esperanza de morir algún día bajo su sombra. Ayer abracé en Edgartown el tronco de un árbol de pagoda gigante. La inscripción decía que es el más grande de su tipo en el continente.

  @juramaga