El viernes me despertó la noticia de la muerte de la abuela Blanca. Partió para siempre, a su antojo, a las ocho de la noche en su cuartico nostálgico de Soacha, metida en el mismo lecho cubierto de flores donde murió el abuelo Rafael hace ya cinco años y medio. A esa hora yo me iba a la cama al otro lado del mundo después de haber discutido por horas sobre los sacrificios a que nos vemos obligados los que seguimos el camino incierto de la Academia. Los sacrificios como no poder abrazar a tu padre cuando lo necesita o no haber pasado una última tarde con la abuela a la sombra de las platas del jardín. Sacrificios tanto más dolorosos, cuanto que no nos garantizan que darán fruto alguno.
Traté de recordar qué había soñado esa noche mientras la familia distribuía la noticia por el mundo, y antes de recordar que sólo había visto en mis sueños a los amigos del colegio, ya me había percatado que hace rato dejé de buscar en los sueños secretos ocultos sobre el futuro. Ni siquiera Santiago Nasar pudo ver su propia muerte en el sueño de higueras que antecedió al día de su asesinato. Preferí tranquilizarme recordando la larga vida de la abuela, la resolución de sus ímpetus, su amoroso matrimonio que duró 52 anos y el amor infinito que siempre nos profesó a cada uno de sus hijos y nietos. Preferí recordar que cuando los abuelos llegaron a Soacha desde La Mesa para construir la casa de la que ahora sólo quedan muros y recuerdos, no sólo cimentaron los sólidos fundamentos de su amor, sino también los gruesos pilares de nuestro destino.
Siempre me sorprendió la energía de la abuela, su lucidez y su independencia. Sólo después de la muerte del abuelo y cuando comenzaron para no retroceder los dolores de su vejez la vi desfallecer poco a poco, y aún así hasta hace tres o cuatro semanas todavia me preguntaba en el teléfono por las inclemencias del invierno en Holanda. Esa energía y esa lucidez fueron los faros que guiaron la educación de sus hijos y que los puso en el camino seguro que los llevó de las duras labores de construcción con el abuelo a las Universidades y los países lejanos. Fueron sus enseñanzas de honradez las que han guiado su vida. Esa honradez de la que nosotros, quienes conocemos a sus hijos, no dudamos un instante y que ha sido el regalo mas importante que nos dejó la abuela. En mi padre, el mayor, siempre ví la decisión, la energía y la determinación que la abuela les inculcó en los años difíciles de la infancia y que a Ricardo le han permitido ser un gran padre y un estudioso incorregible, capaz de sentarse en el pupitre de la Academia pasados los cincuenta años y hacerse abogado porque eso es lo que quería.
Cuando mi hermano y yo éramos pequeños y vivíamos en su casa, la abuela nos escondía canicas en las esquinas y nos hacía creer que aparecían de milagro, traídas de galaxias lejanas por algún ser misterioso. Lo hacía sólo para vernos aturdidos y felices sin recibir crédito alguno. Tal vez esa fue la más hermosa de sus cualidades: la de darnos un amor infinito sin esperar nada a cambio, porque nuestra felicidad, la de sus hijos y nietos, era la suya. Hoy que la despedimos, con nuestro amor, con su recuerdo en nuestras mentes y con la certeza de que actuaremos siempre de acuerdo a sus enseñanzas de perseverancia y cariño, le devolvemos algo de ese crédito que se merece tras una vida dedicada a los suyos.
Gracias, abuelita Blanca. Con nosotros te quedas para siempre.
Marzo 19, 2011