La semana pasada un desequilibrado mental llegó a un supermercado de Tucson, en el árido desierto de Arizona que colinda con México, y sin mediar palabra descargó su pistola semiautomática Glock contra una congresista de los Estados Unidos y quienes allí se reunían para dialogar con la política. Seis muertos, la representante luchando por su vida con el cerebro atravesado por una bala y un estado de conmoción que ha llevado a Obama, un presidente con más ganas que margen de maniobra, a dar un aplaudido discurso de unión en el campus de la Universidad de Arizona, es el resultado a corto plazo de tan aciago tiroteo.
Los americanos, por supuesto, se sienten nuevamente amenazados, un estado de ánimo al que se han acostumbrado no digamos desde el 11 de septiembre de 2001, que ya nos parece lejano, sino desde mucho más atrás en la historia, a principios del siglo pasado, desde que la primera potencia del mundo dedujo que sólo una estrategia de miedo y terror podía mantener unidos y aceitados los engranajes de su imperio económico y empezó a ver enemigos por todas partes: los negros, los japoneses, los Nazis, los comunistas, los musulmanes, los narcotraficantes, y hasta los extraterrestres, a quienes Hollywood usa como actores de reparto cada vez que se le antoja destruir la ciudad de Nueva York. Aún peor: la gran potencia ve en los amigos de hoy enemigos de mañana, como ha quedado plenamente registrado con las relaciones de amor y odio con dictadores tropicales, extremistas islámicos, y todo grupo político o armado que en algún momento fue útil a sus intereses para luego caer en desgracia con el imperio.
Pero no contentos con llevar su estrategia de ataque preventivo a los campos empobrecidos de Vietnam, Iraq, Afganistán, y tantas otras naciones que se han visto arrasadas por la llegada de la democracia salvadora, aun cuando el precio que tengan que pagar sea ver morir a niños indefensos bajo el trueno implacable de los F-117, como lo revelaron tristísimas imágenes divulgadas por Wikileaks; han querido además inundar sus aeropuertos con la paranoia de la persecución. Nada más estresante y humillante en éstos tiempos de miedo que transitar por un aeropuerto gringo, donde todo el mundo ahora es sospechoso, donde todo pasaporte indica una posible amenaza, donde todo cargamento es susceptible de requisa.
Me sucedió hace dos semanas: un oficial de inmigración encontró altamente sospechoso que un colombiano viajara a México desde suelo americano sin pasar por Colombia, que está tan cerca. Así que tras una sesión inquisitorial de preguntas acerca de mi carrera, mis viajes, mis recursos y mi equipaje, ordenó que se abriera mi maleta. No ordenó que espicharan mi champú y lo regaran sobre mi ropa, pero esto no fue impedimento para que los voluntariosos oficiales abre-maletas lo hicieran de todas maneras. Me fui a Europa irritado, no tanto por ser uno más de los sospechosos del aeropuerto, sino por la inevitable sensación de ser un criminal peligrosísimo sin ni siquiera proponérmelo. Y mientras tanto, los narcotraficantes siguen pasando.
Tal vez los americanos nunca se den cuenta de que la verdadera amenaza viene de dentro. Viene de gente idiotizada por los medios de comunicación, la paranoia y el consumismo que un día cualquiera decide hacer justicia por su propia mano, como Jared Loughner, el pistolero solitario de Tucson. Tal vez no se den cuenta de que la paranoia que impulsó a este estudiante frustrado a matar a sus compatriotas es la misma paranoia que impulsa al Departamento de Defensa a enviar bombas asesinas contra niños iraquíes que duermen en el suelo de la media luna fértil sin imaginar siquiera que esa noche terminan sus anhelos y sus sueños. Sólo que en el último caso la paranoia tiene por armas ya no una pistola semiautomática Glock, sino el arsenal nuclear más poderoso del planeta.
Pero si los americanos no reaccionan, al menos deberían hacerlo los gobiernos de los países cuyos ciudadanos sufren las consecuencias de este miedo infundado. Deberían hacerlo los gobiernos pacíficos del medio oriente, y los gobiernos de los países latinoamericanos, actuando en bloque, para que a sus ciudadanos se les deje de escudriñar como a criminales en los aeropuertos de Norteamérica. Deberían levantar la cabeza dignamente y dejar sentado que a nosotros también nos asustan los Jared Loughners que acechan en la oscuridad esperando por una opotunidad para disparar, pero que sin embargo aun recibimos con los brazos abiertos a los ciudadanos de Estados Unidos que quieran visitarnos. Y que queremos un trato igual. Así de simple.
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