domingo, abril 21, 2013

El árbol de pagoda

Ya nadie se detiene por azar en los puertos balleneros del sur de Massachusetts. Las calles de New Bedford, Edgartown, o Nantucket, por donde solían pavonearse los ricos armadores y los toscos cazadores de cetáceos, están ahora llenas de turistas rozagantes que van de un lado a otro registrando con sus cámaras los vistosos portones, sobre cuyos vados se esculpieron con esmero esbeltas ballenas de madera hechas a propósito para recordarle al dueño de casa su única e inapelable misión: la de hacerse a la mar con el arpón empuñado y atravesar a la primera oportunidad la piel acorazada del monstruo.

Antes, en el siglo XIX, el mar arrojaba a los navegantes contra las rocosas salientes de la costa. Las tormentas eran frecuentes y violentas, y su furia descontrolada poco tendría que envidiarle a los ciclones tropicales que hoy arrasan ciudades enteras. Ebrios, algunos hombres se hacían a la mar en la oscuridad de la noche sin pensar en sus familias, y aunque casi siempre eran tragados por las aguas vertiginosas de las dos de la madrugada, a veces amanecían exhaustos en la costa o eran rescatados por la tripulación de un pesquero que regresaba de una larga jornada en altamar. Así le sucedió, como sabemos, al desgraciado Arthur Gordon Pym aquella noche funesta de Edgartown en que se dejó llevar por los consejos alcohólicos de su amigo Augustus.

Eran tiempos de inviernos largos e incisivos. A los hombres se les medía por su valentía y la valentía se medía en litros de aceite de ballena. En esas costas vivieron y murieron muchos hombres comunes, cuyo arrojo no les bastó para quedar grabados en las gloriosas páginas de la historia. De poco les valió arriesgar su vida en cada salida al mar, de poco les valió enfrentarse al cetáceo frente a frente, un hombre diminuto contra el mamífero más grande de la creación, un despropósito arriesgado, la más peligrosa de las empresas. Otros dejaron huella, pero no por su habilidad con el arpón o su destreza en el mástil, sino por cantarle al mundo la vida difícil del mar. De allí zarparon no sólo el Grampus de Arthur Gordon Pym, sino también el Pequod de Ishmael. ¿Cuántos sueños nacieron allí y cuántos sueños quedaron allí mismo truncados? ¿Cuántos hombres se lanzaron al mar buscando la gloria para encontrar sólo la profunda muerte del mar?

Hoy ya nada nos queda de esas hazañas, todo se ha reducido a fotografías digitales registradas en memorias de silicio. Hoy se extinguen las ballenas, pero entonces se extinguían los hombres, y sus únicos dolientes eran las esposas y los hijos, que se quedaban esperando para siempre con la mirada clavada en el horizonte. Algunos regresaban, y traían cosas maravillosas de sus viajes lejanos. Luego morían de viejos en la tranquilidad del viento marino que entraba por la ventana.

Uno de los que regresó fue el capitán Thomas Milton, que había nacido en Inglaterra en 1804 y que al final de su vida de marino navegaba para el armador bostoniano William Gray. Cuando desembarcó en Edgartown después de su último viaje a la Indias Orientales, traía entre las manos una minúscula maceta que contenía el retoño de un árbol de pagoda. Se lo había regalado en Shanghai un maestro del arte penzai que además había sido su amante. Al entregárselo, le recomendó que lo mantuviera en su estado miniatura, cortándole nuevas ramas a medida que nacían y evitando la expansión de sus raíces. Pero el capitán Milton estaba demasiado acostumbrado a la inmensidad de las ballenas como para cultivar árboles en miniatura, así que lo sembró en su jardín con la esperanza de morir algún día bajo su sombra. Ayer abracé en Edgartown el tronco de un árbol de pagoda gigante. La inscripción decía que es el más grande de su tipo en el continente.

  @juramaga

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