En Guadalajara me encontré sin proponérmelo con el único vestigio de una rebelión perdida en los siglos, tan insignificante en términos históricos que no ha quedado registrada en crónica alguna, ni son mencionados los eventos que la componen en ninguno de los gruesos volúmenes donde se compila la historia de Cartagena de Indias, pero que por valerosa y justa ha llegado hasta nuestros días en forma de versos octosílabos rimados untados de clamor africano.
No conozco los detalles de cómo esa pieza de cerámica, una vasija esmaltada con brillantes trazos de cobalto e incrustaciones de lapislázuli, viajó sin quebrarse desde los puertos de Manchuria, poco después de su elaboración en tiempos del Emperador Jiajing y durante la guerra contra el Mongol, y cruzó el Mar del Sur hacia Singapur. Sé que permaneció por casi cincuenta años en esta ciudad antes de ser recogida por la tripulación de un bergantín holandés que la trajo a Europa malamente envuelta entre sedas de Tailandia y mezclada con los bultos fragantes de azafrán y canela.
Tampoco sé muy bien bajo qué designios del destino el vaso salió clandestinamente de Amberes entre las pertenencias de un próspero comerciante católico que escapaba de la furia religiosa del Duque de Anjou, cuando éste decidió tomarse la ciudad por la fuerza tras los avances belicosos de los protestantes. Pero sé que de algún modo encontró su camino hasta los confines del Imperio Español y salió intacta en la primavera de 1610 del puerto de Cádiz (así quedó registrado en la base, donde aún se aprecia el sello de aduana de Felipe III) como parte del ajuar que llevaba consigo el Primer Marqués de Valdehoyos, amigo personal del Virrey del Perú y digno heredero de sus ancestros andaluces, quien ese año obtuvo licencia real para llevar esclavos y cereales al Nuevo Mundo.
Cuando la tuve entre mis manos en Guadalajara sentí las brisas, las olas y el polvo de sus viajes. Pocos objetos habían causado en mí un efecto tan demoledor de curiosidad como esta pieza pequeña de porcelana que ahora servía de maceta a los descendientes mexicanos del poeta tuerto de Cartagena. Las gardenias coloridas que llevaba dentro no lograron desprenderla del peso de su misterioso destino. El sello indicaba que había salido intacta de Cádiz, pero pronto noté que estaba cruzada de sutiles grietas, que había sido cuidadosamente reparada, y los guijarros en que se había convertido puestos juntos de nuevo, con una meticulosa paciencia que hacía casi imperceptibles las consecuencias del accidente que la destruyó en pedazos.
Para enterarme de cómo la vasija de porcelana china que resistió la travesía del Océano Índico, los odios religiosos de Flandes y las tempestades azarosas del Atlántico sólo para venir a romperse sin remedio en un lujoso salón de Cartagena de Indias, tuve que escarbar, luego de mi regreso a Colombia, entre los archivos conservados en la impresionante mansión amarilla del marqués en la calle de la Factoría de la ciudad amurallada, y que se componían casi en su totalidad de mamotretos contables donde se registraron las llegadas de innumerables buques cargados de trigo, cebada, mijo y avena. Pero una pequeña parte del archivo estaba dedicada a la relación de los esclavos de Guinea, tanto los legales que llegaban desde la Española con permiso de Su Majestad, como los clandestinos que llegaban encadenados y enfermos a Getsemaní desde el puerto miserable de Nombre de Dios.
Entre los últimos documentos, ya casi carcomida por el trajín de los siglos y la humedad del Caribe, me encontré la relación verídica de una historia que estremeció los cimientos de la jerarquía colonial en este rincón de América, la historia de un puñado de africanos que se levantó en armas contra la autoridad incuestionable del marqués de Valdehoyos, y contra quienes fue necesaria toda la vehemencia de la autoridad real en Indias. En aquella ocasión los negros llegaron incluso a tomar el control militar de la ciudad por varios días, se replegaron en el fortín de San Felipe y sólo salieron de allí y entregaron ballestas y arcabuces cuando se les prometió que un juez de residencia examinaría las condiciones en las que eran tratados por la compañía trasatlántica del de Valdehoyos.
Tal vez nadie me lo crea, pero todo este tropel de insurrección que Cartagena ya casi había olvidado, se inició por amor: el amor más profundo que podía existir en aquellos tiempos indignos de esclavitud y maltrato y que es el amor que un hombre negro y encadenado profesaba a su mujer, que no por ser esclava como él dejaba de ser la reina absoluta de sus pensamientos. El señor marqués cometió la torpeza fatal una mañana de febrero, cuando encargó a la más bella de sus esclavas, a quien sus compañeros de desgracia llamaban Zinna -él sólo la llamaba "esclava"-, de cambiar los manteles del salón para preparar la visita aquella noche del Gobernador de la Guajira. Cuando Zinna terminó de poner los nuevos manteles de lino blanco, derramó por descuido una botella de vino de Oporto que estaba abierta sobre la mesa recién decorada. Valdehoyos no encontró mejor castigo que abofetearla sin cruzar palabra y mandar que la pusieran en el corral de los cerdos por el resto de la tarde.
Con tan mala fortuna que en ese momento entraba en el salón el negro Adamar, cubierto en polvo y sudor tras haber cargado las viandas del banquete desde el puerto, y quien ya antes de salir encadenado de las estepas de Guinea estaba perdidamente enamorado de Zinna, princesa de su tribu y de su corazón que fue apresada el mismo día que él por mercenarios portugueses y traída a Panamá en el mismo barco hacinado donde comenzó su compartida miseria. Adamar lo había soportado todo desde entonces, porque la presencia constante de Zinna en la casa doblegaba todos sus rencores y moderaba sus bríos, pero no pudo aguantar verla ultrajada por un negrero déspota que no sólo comerciaba con su hermanos, sino que además los trataba como perros. Y fue así como se rebeló aquel negro guapo, y agarrando lo primero que encontró a su alcance, una vasija de porcelana de la dinastía Ming que estaba sobre un pequeño mesón, tomó venganza por su amor y embistió al marqués, golpeándolo sin misericordia con la porcelana, que se hizo pedazos en el acto, mientras gritaba en el castellano que había aprendido en cinco años de humillante servicio: "!No le pegue a mi negra!".
Los negros que estaban en la verja de entrada escucharon el estridente grito y el ruido de la cerámica despedazada y acudieron de inmediato a respaldar a su hermano, sin saber que de esta manera estaban iniciando el único levantamiento exitoso de esclavos negros contra amos europeos de que se tenga noticia en la historia colonial de Cartagena. Los supersticiosos, que son muchos en el Caribe, dicen que el grito de amor de Adamar aún se escucha en la verja cuando se pasa frente a la mansión de la calle de la Factoría. Un recuerdo perenne de cómo la fuerza del amor rompe las más infames cadenas.
Sería extenderme demasiado contar cómo después de la insurrección el vaso de cerámica fue reparado y puesto de nuevo en su lugar original en la casa, para luego convertirse en escupidero del Libertador en su postrero paso por la mansión dos siglos después y más tarde en inspiración del poeta López en sus tardes lejanas de zapatos viejos. Así que sólo diré que el privilegio de tener entre mis manos aquella pieza que, como otro florero famoso, guarda memorias de rebelión, me recordó una vez más los padecimientos de un pueblo entero y su reclamo eterno de justicia.
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