En ese entonces la calle octava se llamaba Calle del Observatorio, pues pasaba junto al esbelto edificio cubierto de cal desde cuya cúpula inmaculada (mal diseñada para aquellas latitudes tropicales, donde la estrella polar nunca se levanta demasiado del horizonte) los astrónomos de Caldas habían indagado treinta años antes el firmamento mientras su patrón se encargaba en las salas contiguas de otros asuntos menos etéreos, pero de mayor importancia para el futuro político de ese rincón del Imperio Español. Decir que era una calle sería tal vez hacerle demasiado honor a ese empedrado hediondo flanqueado por balcones coloniales en medio del cual bajaban hacia la ciudad, conducidos por negros canales de aguas polutas, los desechos de la capital naciente, todavía aturdida por los cañonazos de la guerra de independencia de veinte años atrás.
El Barón de Gros sabía que a esa hora de la tarde pocos bogotanos (los pies desnudos, los anchos sombreros artesanales cubriendo sus miradas, las ruanas gruesas que los aislaban del mundo) se aventuraban a salir de sus casas centenarias, y sabía también que a esa hora el sol poniente iluminaba con mayor fuerza los cerros orientales, dándoles esa tonalidad de verde luminoso que le recordaba sin remedio lo lejos que había ido a parar de su París natal, esa llanura de calles medievales que aún no había sido sacudida por los brutales bulevares de Haussmann. Entonces caminó las cuatro cuadras desde su casa con la cámara obscura bajo el brazo, cubierta con un paño aún más oscuro que sólo dejaba visibles las patas de nogal del trípode, y se instaló a pocos metros del cruce de la calle del Observatorio con la calle del Puente de Lesmes. Esa mañana, en el rústico taller que había logrado componer en una de las habitaciones de la misión diplomática, había seguido meticulosamente el proceso descrito por Daguerre para preparar las placas, láminas de cobre recubiertas por una fina capa de plata que al contacto con la luz deberían conservar la imagen proyectada por el lente, y mientras lo hacía pensaba en Arago, el astrónomo, ese inmenso hombre de ciencia que había creído como Fresnel en la teoría ondulatoria de la luz y que de hecho había intentado medir la velocidad de tales ondas, la velocidad de esa luz escurridiza que él ahora trataba de capturar en ese par de placas metálicas.
Mientras ponía a punto los lentes de su caja oscura, pensó en su padre, el viejo Antoine-Jean. Recordaba con cuánto entusiasmo le había contado de aquella ocasión en que fue presentado al futuro Emperador en Milán y cómo poco después lo había acompañado en la batalla del Puente de Arcola, cómo había presenciado la humillación de las tropas de los Austria y cómo Bonaparte en persona (entonces todavía un prometedor coronel) le había encomendado que dejara plasmada con su arte la grandeza de su victoria. Antoine-Jean, como el Barón, también había sido un estudioso de la luz, y aunque no contaba entonces con las técnicas formidables que la química y la óptica habían puesto al servicio del arte, sí había sabido utilizar los contrastes, las sombras y los destellos de sus pinceladas para contribuir a la fulgurante carrera del militar corso, que como una estrella fugaz había aparecido en el firmamento de nuestra Historia y alcanzado su máximo brillo para luego ir a sucumbir en el horizonte oscuro de la isla de Santa Helena. Más imperecederos que las glorias de Bonaparte habían resultado los lienzos de Antoine-Jean, que lo mostraban ya venciendo sobre su blanco caballo al otomano impenitente, ya revestido de augusta majestad levantando el tricolor de Francia sobre un puente de Italia. Así es el poder, -pensaba el Barón de Gros mientras fijaba las placas en la parte posterior de la cámara -fugaz como la exposición de un daguerrotipo, inútil como la presidencia de Santander, el líder neogranadino que acababa de morir y que no había logrado con todo su poder imponer una federación de estados en la Nueva Granada. Y remataba su soliloquio con un pensamiento certero. “Sólo el arte persiste”.
Todo estaba listo. Aunque no podía ver la imagen formada en el plano focal, pues aquellas cámaras primitivas carecían de un ocular, se imaginó la escena antes de ejecutar la exposición: la calle desolada coronada por los cerros resecos a causa de la ávida demanda de leña de los santafereños, el putrefacto canal en el medio, arrastrando junto con las inmundicias de la ciudad los sueños de grandeza de quienes habían creído en una América unida, ejemplo para el mundo, los tejados de ladrillo aún mojados por la lluvia reciente y los balcones de la calle donde nadie se asomaba y de donde no colgaba planta alguna. Sacó su reloj de leontina del chaleco, anotó en un su cuaderno la fecha y la hora (Noviembre 27 de 1842, 4 horas y media de la tarde) y luego levantó el cobertor del lente y dejó éste último expuesto a la luz por 47 segundos cronometrados antes de cubrirlo de nuevo y así grabar para la posteridad la vida muerta de una ciudad condenada.
P.S.1. El autor aclara que aunque el parentesco entre Jean-Baptiste-Louis (embajador de Francia ante varias naciones del mundo) y Antoine-Jean Gros parece ser apócrifo, ello poco resta a la belleza histórica del daguerrotipo.
P.S.2. Las sombras de la imagen revelan que el daguerrotipo fue tomado a una hora más temprana que la mencionada. El autor se toma la libertad de cambiar la hora, por razones literarias. El día y el mes de la fotografía también son ficticios, pero el año y el tiempo de exposición tienen respaldo histórico.
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