Entre las muchas razones fundamentales para oponerse al capitalismo salvaje, en el cual el beneficio económico de unos pocos prima sobre los intereses y el bienestar de la sociedad en su conjunto, tal vez la más pavorosa es la capacidad del poder económico de ciertos grupos o individuos para torcer la moral y la voluntad de un Estado entero. La ley y la justicia se convierten en tentáculos dóciles de los intereses de los grandes grupos económicos y eso no es sólo una transgresión evidente de la democracia, sino un ataque directo a los principios más fundamentales de la solidaridad y la igualdad.
Y sin embargo, algunos quieren hacernos creer que el capitalismo salvaje y la democracia van de la mano, entrepiernados y entrelazados. Cuando los líderes de las grandes potencias dicen que quieren llevar la democracia a pueblos oprimidos por regímenes autoritarios, lo que quieren decir en realidad es que quieren implantar allí un gobierno que vigile los intereses de su avaricia. Ya la historia ha demostrado varias veces que no son los más nobles principios de humanidad, sino los más bajos intereses económicos los que dirigen las decisiones de la política global. ¿O acaso alguien ha visto una democracia exitosamente implantada en Irak, Afganistán, o cualquiera de los territorios actualmente ocupados por tropas extranjeras?
A muchos esto les suena a retórica izquierdista barata. A mi me suena a justo reclamo y a evidente realidad. Y para concretar mi punto quiero traer a discusión uno de los resultados más tristes, sangrientos y peligrosos de la capacidad cegadora del capitalismo salvaje: el poder incalculable del narcotráfico. En Colombia llevamos décadas enteras conviviendo con el cáncer exterminador del narcotráfico. El tráfico de drogas lo ha permeado todo: la política, la justicia, el gobierno, las guerrillas, la moral, la decencia, el respeto por la vida. Por más de 30 años la política global contra las drogas ha sido la criminalización y la persecución implacable de la producción, la distribución, la venta y el consumo de narcóticos, y Colombia ha llevado la peor parte de esta guerra, con un conflicto armado interno financiado casi por completo con los réditos producidos en el comercio ilegal de drogas, y que deja millones de víctimas cada año.
La tan afamada "guerra contra las drogas" no ha dado los resultados esperados, y no hay que tener un doctorado en sociología para entender que la razón por la cual esta guerra no se ha ganado es que justamente la política que inspira esta guerra hace poderosos a los narcotraficantes: la prohibición. Prohibe algo, y lo harás valioso. Ahí está el poder incuestionable de Al Capone en la década de la Gran Recesión para comprobarlo: un poder basado en la prohibición del alcohol. Para quien estudie el problema a escala global, resultaría evidente que la distribución controlada de narcóticos y el tratamiento del asunto como un problema de salud pública es la solución menos dolorosa. El narcotráfico debe ser monopolio de los Estados. Ya muchas voces claman por este tipo de solución, y aquí no me voy a detener a explicar las razones, por lo demás evidentes.
Y sin embargo, seguimos con una política de mano dura contra el narcotráfico que en Colombia no ha dado resultados, y ahora amenaza a México con convertirlo en un campo de batalla entre narcos que adquieren sus armas en Estados Unidos y un Estado que se ve forzado a actuar dentro de la Ley para atacar un cáncer que no conoce regla alguna. ¿Y por qué continuamos con esta política? La actitud extremadamente conservadora y moralista de una parte significativa de la opinión y el Congreso norteamericanos es sólo parte de la explicación.
La verdadera razón es el capitalismo salvaje. La circulación de narcóticos sigue siendo criminalizada porque criminalizarla es rentable -muy rentable- para algunos afortunados. No sólo el comercio de armas entre los Estados Unidos y México se beneficia de la guerra contra el narcotráfico en México (como se beneficia del la guerra contra el terrorismo en Oriente Medio), sino que además existe otra importante fuente de ingresos para un sector de la economía gringa que se ve visiblemente mejorada con las políticas antidrogas en el mundo: el sistema penitenciario privado. En los Estados Unidos, una fracción considerable de las cárceles son mantenidas por entidades privadas, para las cuales cada interno se traduce en varios miles de dólares de ganancia. El estado ya no es el único responsable de aplicar punición a los convictos. Castigar se ha convertido en un negocio (¿qué pensaría Foucault?). Y, oh sorpresa! El narcotráfico es la principal fuente de reos en el mundo.
No es difícil imaginar la enorme presión que a través del lobbing congresional ejercen los grupos económicos dueños de la producción de armas y cárceles en Estados Unidos. Es hora de empezar a exigirle a los gobiernos del mundo algo que debería ser natural que hicieran por sí mismos: que en las decisiones han primar el interés general sobre el particular. Tal vez ahora que se decapitan personas por decenas en las calles de Sonora, por fin comiencen a escuchar.
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