Dejo atrás a la siempre querida Bogotá, con todos sus encantos, toda su gente, sus calles mojadas y sus nubes grises de abril. El Boeing 757 que me lleva de regreso a Norteamérica planea suavemente sobre los campos de Colombia, cubiertos por un manto de algodón intermitente desde donde se precipita la lluvia pertinaz que da vida a las plantaciones de campesinos incógnitos que viven, trabajan y sueñan en esa tierra. No pretendo ser excesivamente trascendental, pero tampoco tendría sentido decir que no me abruma un poco dejar de nuevo el país de mis ilusiones. Me llevo a Colombia en el corazón, como siempre.
La República de Chile me tenía reservada una gran experiencia. No había estado antes en un país de la América del Sur que no fuera el mío propio; no porque me faltaran deseos de conocer a los vecinos continentales, a los hermanos suramericanos que al mismo tiempo difieren y se parecen tanto a nosotros, sino porque el transcurrir de los acontecimientos sentenció que debía ir primero a Europa y Estados Unidos antes de conocer la cercana y majestuosa belleza de los países que se asientan en los brumosos Andes. Sentirse al mismo tiempo extranjero y lugareño, disfrutar de un castellano que no es el nuestro pero que se habla de una manera tan deliciosa como el que hablamos en Bogotá, ver en los rostros de los chilenos las huellas ancestrales de nuestros antepasasdos indígenas: ese es el verdadero encanto que Chile ofrece a los suramericanos que los vistamos. Eso fue lo que disfruté de Chile. Y los telescopios, por supuesto.
La ciudad de Santiago se extiende en medio de una planicie limitada al norte por un pequeña cadena de cerros dentro de los cuales destaca el San Cristóbal. Desde su cima, una enorme virgen de inmaculada piedra caliza extiende una mirada tranquila sobre el cercano río Mapocho que recorre la ciudad de oriente a occidente, el pequeño montículo de Santa Lucía, donde por primera vez se asentaron los colonizadores que siguieron a Valdivia hasta aquellas latitudes australes, y finalmente los modernos edificios de la ciudad cosmopolita. A pesar de la estación otoñal, la temperatura es agradable y las palmas se agitan a merced de un suave viento que baja de los cerros. En la calle, la gente va de un lado a otro, se ocupa de sus asuntos con presteza y descansa en los verdes parques cuando el trajín de la ciudad los asfixia. El centro de la ciudad está engalanado con numerosas construcciones republicanas desde donde empresarioas y oficinistas santiaguinos mantienen al país en marcha. La bolsa de valores de Santiago y el Archivo Nacional son dignos ejemplos de la belleza arquitectónica de la ciudad. Nada más agradable que caminar por el paseo del Estado, que comienza en la agitada Avenida Providencia y desemboca en la Plaza de Armas. En el recorrido puede uno detenerse a comprar souvenirs hechos de cobre o entrar en una licorera y adquirir por un precio razonable una botella de buen vino del Valle del Maipo o una garrafa de pisco. El centro de Santiago es una delicia para el caminante.
1 comentario:
Que bueno que por fin nos deleites con tus maravillosas experiencias y tu fluida capacidad para describir todo cuanto te rodea.
Espero que vuelvas a escribir pronto. Disculpa la prisa de ayer ... no pude hablar contigo como queria. Espero que hablemos pronto ... nos vemos en el msn...
Un besote
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