jueves, septiembre 25, 2014

El Mecanismo de Antikythera

En ocasiones el ingenio humano se pierde en el mar de los tiempos, y es necesario que el azar haga de nuevo visibles las hazañas intelectuales de quienes nos precedieron en la empresa ingente que es la comprensión de la Naturaleza, de sus designios y mecanismos. Estas hazañas, a menudo sorprendentes, se pierden de otra manera para siempre en el fango de los siglos, para desgracia de quienes nos preguntamos cuáles fueron las rutas que nos llevaron de la vida en las cavernas a las certezas de la ciencia moderna. Por fortuna no fue éste el destino de unos de los artefactos científicos más intrigantes de la arqueología y la astronomía: el mecanismo de Antikythera, descubierto a principios del siglo XX por marineros griegos entre los restos de un naufragio que había tenido lugar dos mil años atrás cerca de las costas de la isla griega que le da nombre al mecanismo.
Es el año 86 antes de Cristo, y la flota de guerra del general romano Lucius Cornelius Sulla, el único hombre en la historia que logró conquistar en el curso de su vida las ciudades de Roma y Atenas, regresa triunfal hacia Italia luego de haber saqueado la antigua capital de Pericles. Entre los tesoros del botín se encuentran numerosas obras de arte, entre esculturas y utensilios, algunas de las cuales datan del siglo 4 a.C., y que para el naciente Imperio de Roma (entonces ya una tambaleante República) representan la materialización de su creciente capacidad militar en el ámbito del Mediterráneo. En las bodegas de uno de los quinquiremos viaja también, tal vez desapercibido para los agrestes soldados de Roma, acostumbrados a la rudeza del combate y poco familiarizados con las especulaciones científicas, un complejo artefacto compuesto de más de 30 engranajes y discos de bronce con detalladas inscripciones que representan los 365 días del calendario egipcio, la constelaciones del Zodíaco y las fases de la Luna. El mecanismo, construído poco tiempo atrás en la Isla de Rodos con base en los modelos astronómicos de gran Hiparco de Nicea, es capaz de calcular la posición del Sol, la Luna, y probablemente también la de los cinco planetas conocidos en la Antigüedad, en cualquier fecha deseada y con una precisión que no volvería a ser posible para este tipo de cálculos sino hasta bien entrada la Edad Moderna. No llegarían los astrónomos romanos a utilizar el mecanismo ni a estudiar sus secretos, pues a la altura de la isla de Antikythera, entre Creta y el Peloponeso, un naufragio inesperado se tragó el quinquiremo romano con todas sus riquezas y las escondió para la Humanidad por dos milenios.
Muy pocas piezas del mecanismo sobrevivieron a la corrosión de los siglos, al punto que quienes por primera vez pudieron verlo tras su redescubrimiento en el siglo XX no lograron descifrar su propósito, y se preguntaban si el artefacto era un análogo de los astrolabios que usaron los navegantes del siglo XVI para medir las posiciones de los astros. Fueron necesarios otros 50 años de investigaciones para sacar a la luz el verdadero funcionamiento de esta joya de la tecnología clásica, y hoy sabemos (aunque las investigaciones continúan) que se trata probablemente del computador análógico más antiguo de que se tenga noticia. En efecto, el estudio de los engranajes, los discos y las inscripciones, y su comparación con los modelos astronómicos del mundo antiguo ha permitido establecer que el complejo artefacto era capaz no sólo de medir el paso del tiempo y de calcular las posiciones planetarias, sino que además podía predecir eclipses y reproducir ciclos astronómicos importantes como el ciclo de Saros y el ciclo Metónico. Se trata, desde todo punto de vista, de una instrumento cuya construcción requería un refinadísimo conocimiento astronómico y técnico. Hasta el redescubrimiento del mecanismo de Antikythera, nadie creía que el conocimiento del mundo antiguo fuera capaz de tal hazaña.
Para tener una idea de la relevancia del descubrimiento, tal vez valga la pena mencionar que un mecanismo astronómico de tal complejidad no volvió a ser construido por la Humanidad sino hasta mediados del siglo XIV, cuando los primeros relojes astronómicos, como el que aún funciona en la torre del antiguo Ayuntamiento de la ciudad de Praga, fueron construídos para decorar los templos cristianos de la Baja Edad Media. Aún más increíble es el hecho de que el nivel de precisión alcanzado por los engranajes del mecanismo de Antikythera en algunas de sus predicciones astronómicas sólo fue igualado por experimentados relojeros del siglo XIX. El bagaje científico que implica la construcción de este aparato estuvo perdido por más de mil años en las profundidades del mar, hundido en un barco de guerra cuyo propósito era el saqueo. Tal vez en Roma alguien habría entendido sus designios, y habría transmitido al Imperio de Julio César los conocimientos allí contenidos. Tal vez así habríamos ahorrado mil años de oscuridad y estaríamos ahora más allá de la discusión de la amenaza nuclear y el calentamiento global, viviendo de manera sostenible en colonias en la Luna y en Marte. O tal vez era necesario que la astronomía del mecanismo de Anikythera se perdiera en el fondo del mar para que su redescubrimiento nos recordara las oportunidades que nos arriesgamos a perder si dejamos que otros barcos de guerra modernos, otros dogmas y otros intereses nos alejen de nuestra naturaleza como descubridores y curiosos exploradores. Para mí eso está bien, siempre y cuando hayamos aprendido la lección.
P.S. El mecanismo de Anikythera está expuesto en el Museo Nacional de Arqueología de Atenas, junto con varias de las obras de arte encontradas en el naufragio. Allí se pueden encontrar también reconstrucciones modernas del mecanismo completo. Por su parte, el reloj astronómico de Praga se encuentra en la vieja Plaza Central de la ciudad, y su funcionamiento se ilustra aquí.

Somos de polvo

Son numerosas y bien conocidas las contradicciones entre la versión cosmogónica presentada en la Biblia judeo-cristiana y los hallazgos de la razón durante el largo recorrido del método científico, desde los experimentos de Galileo en Pisa cuatrocientos años atrás, hasta los recientes hallazgos en el Gran Colisionador de Hadrones del CERN, en Suiza, que apuntan a la existencia de una partícula elemental (el bosón de Higgs) que explicaría por qué los demás cuerpos del universo poseen masa. En un intento por reivindicar algún tipo de influencia divina en el funcionamiento de la Naturaleza, algunos han dado en llamar al bosón de Higgs “la partícula de Dios”, atribuyéndole (al menos nominalmente) un carácter divino a un fenómeno cuya verdadera esencia se encuentra en las predicciones de la física de partículas.
Tal vez las más famosas desavenencias entre la cosmogonia bíblica y la ciencia moderna tienen que ver con el origen del Universo y con el origen de la Humanidad, y han sido motivo de largos y complejos escritos y debates, entre los cuales se destaca el reciente diálogo entre el biólogo Richard Dawkins y el obispo de Canterbury en la Universidad de Oxford (del que, dicho sea de paso, Dawkings salió bastante mal librado, para desagrado de quienes coincidimos con su punto de vista). Dejemos pues de lado la discusión entre el creacionismo y la evolución darwininana, o entre el Big Bang y los seis días sagrados del Opus Dei, temas en las que se ha gastado ya demasiada tinta, y centrémonos por esta vez en una coincidencia que curiosamente surge de la interpretación literal de una frase del Génesis que nos recuerdan los curas en misa y que reza textualmente: “Polvo eres y en polvo te convertirás”.
En efecto, si se le preguntara al más recalcitrante de los creacionistas y al más ateo de los astrónomos si es verdad que somos polvo y que nuestro destino es volver a ser polvo, no tendrían otra opción que estar de acuerdo, dado el estado actual de nuestro conocimiento sobre el origen de los sistemas planetarios, donde eventualmente surge la vida. Aunque la coincidencia no iría más allá de la interpretación literal de la frase, pues el polvo al que se refieren uno y otro difieren en naturaleza, forma y cantidad, no deja de ser interesante que en medio de tantas afirmaciones erróneas que hace la Biblia sobre la causa de nuestra existencia, una de las frases allí escritas pueda describir de una manera tan acertada un hecho científico que ha sido corroborado por las más detalladas observaciones astronómicas.
Como el agua en la superficie de la Tierra, que en un ciclo de transformaciones físicas pasa de los líquidos océanos a las nubes en forma de vapor y luego regresa a los mares arrastrada por los ríos del planeta, también el material que dio origen a nuestro planeta y uno de cuyos principales componentes es el polvo interestelar, es de naturaleza cíclica. Pero todo ciclo tiene un comienzo. Los elementos químicos pesados de los que se formaron las primeras partículas de polvo en la historia del Universo fueron creados en las altas atmósferas de las primeras estrellas y luego arrojados al medio interestelar de las galaxias tempranas en el momento en que las estrellas primigenias explotaron violentamente al final de sus vidas, en eventos conocidos como supernovas. A partir del material expulsado se formaron nuevas estrellas (la segunda generación), alrededor de las cuales surgieron planetas rocosos hechos justamente de esos elementos pesados, del polvo estelar expulsado postreramente por la primera generación de estrellas.
Un ciclo similar, al final del cual también estas estrellas de segunda generación explotan y arrojan su polvo interestelar al vacío del espacio, fue necesario para proveer la materia prima a partir de la cual surgieron el Sol y todos los planetas del Sistema Solar, incluída la Tierra. Nuestro planeta es un producto de la tercera generación de estrellas, hechas del polvo que, al morir, expulsaron al espacio las estrellas de la generación anterior. La Humanidad misma, que evolucionó a partir del material orgánico presente en la Tierra primigenia, está hecha del polvo que se originó en las atmósferas de las primeras estrellas, hace 13 mil millones de años. Y cuando nuestro sol llegue a su fin, dentro de otros 5 mil millones de años, el polvo del que estamos compuestos retornará al medio interestelar y será la materia prima para una cuarta generación de estrellas. Polvo somos, y en polvo nos convertiremos.
A diferencia de las historias bíblicas, sin embargo, la del polvo interestelar no es una fábula inventada por la cultura popular a través de los siglos, sino un hecho científico ampliamente probado. Los grandes telescopios instalados en los desiertos del mundo y en la órbita de la Tierra, han detectado el polvo interestelar que oscurece la luz de las estrellas que se encuentran detrás. Además, muestras de polvo interestelar han sido obtenidas y traídas a la Tierra por misiones espaciales enviadas a la vecindad de brillantes cometas, de manera que hemos visto, medido y pesado las partículas de polvo que eventualmente serán incorporadas a nuevos planetas. En ocasiones, buscando con cuidado es posible encontrar certezas. Incluso en la Biblia.
P.S. Escuchando la lucidez y la claridad lógica del arzobispo de Canterbury, jefe de la Iglesia de Inglaterra, me queda la impresión de que los credos que permiten que sus prelados disfruten de su naturaleza como personas, y formen familias, aportan a sus feligreses mucho más que un puñado de tabúes, temores y deseos reprimidos. Algo en lo que debería pensar la Iglesia de Roma.

El Génesis revisado

En el principio, Dios creo múltiples Universos. Y cada Universo era regido por leyes naturales diferentes, dictadas por probabilidades cuánticas. Y el espíritu de Dios se movía de una dimensión a otra.
Y dijo Dios, hágase la luz, y la densidad del Universo se hizo tan baja que los fotones pudieron propagarse libremente por el espacio. Y separó Dios la luz de la materia. Y a las partículas de luz las llamó bosones y a las de materia las llamó bariones. Y fueron los primeros segundos del Universo.
Luego dijo Dios: haya expansión del Universo, y a regiones distantes del Cosmos las conectó causalmente con un período de expansión inflacionaria y dejó que el Universo siguiera luego creciendo de manera acelerada. Y así fue. Y a la creciente estructura la llamó espacio-tiempo.
Y dijo también Dios: fórmense aglomeraciones de densidad en el Universo temprano y júntese la materia oscura en torno de estas aglomeraciones para que haya estructura en el Universo a medida que éste se expanda. Y así fue.
Y luego dijo Dios: Emerjan de las aglomeraciones cúmulos galácticos y galaxias, galaxias que formen estrellas según su naturaleza y que contengan la semilla de nuevas estrellas que nazcan y encuentren su fin de acuerdo con su masa. Produjéronse pues galaxias espirales, elípticas e irregulares, y cada una formaba estrellas en su interior, de aceurdo a su naturaleza. Y vio Dios que era bueno.
Entonces dijo Dios: que las lumbreras estelares tengan discos protoplanetarios, y que de esos discos se formen planetas de todo tipo que de sus estrellas reciban energía y que las orbiten y giren también en torno a sí mismos para que en cada uno haya días y años.
E hizo el Señor muchos planetas, grandes y pequeños, y a algunos les dio gruesas atmósferas y a otros sólo una superficie rocosa, y a algunos los proveyó de satélites naturales y los hizo girar en gran variedad de órbitas alrededor de todo tipo de lumbreras. Y vio Dios que todo era bueno.
Dijo Dios: produzcan los planetas seres vivientes, que evolucionen en sus variadas superficies. Y creó Dios la vida basada en el carbono, en el fósforo, pero también en el arsénico. Y creo los eucariotas, que evolucionaron de acuerdo con la selección natural hacia formas de vida más y más complejas, y poblaron los mares y los cielos de los muchos planetas que había creado el Señor. Y vio Dios que era bueno.
Y dijo Dios: que produzca la evolución todo tipo de criaturas, de variados tamaños y adaptaciones, y que se reproduzcan en las profundidades de las aguas y en el interior de las calderas volcánicas, y que haya extinciones masivas y explosiones cámbricas, y que surjan y desaparezcan especies enteras en muchos de los planetas que existen.
Y dijo Dios: que algunos de éstos seres desarrollen cerebros, y conciencia de sí mismos, y que utilicen herramientas de su propia concepción para modificar su entorno, para que se desplieguen por sus respectivos planetas y domestiquen animales y cereales, y que dependan de sí mismos e inventen la filosofía, la religión y la ciencia, y que escriban este Génesis y justifiquen así Mi existencia.
Y bendijo Dios a estas civilizaciones técnicas. Y les dijo: progresad, expandíos por el Cosmos hasta que encontréis vuestra propia destrucción o la existencia de vuestros similares y entendáis vuestro lugar en el Universo que he creado. Y creadme a Mí como Yo os he creado a vosotros, para que luego entendáis que no soy necesario para explicar vuestra existencia.
Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera.

La primera foto de Bogotá

En ese entonces la calle octava se llamaba Calle del Observatorio, pues pasaba junto al esbelto edificio cubierto de cal desde cuya cúpula inmaculada (mal diseñada para aquellas latitudes tropicales, donde la estrella polar nunca se levanta demasiado del horizonte) los astrónomos de Caldas habían indagado treinta años antes el firmamento mientras su patrón se encargaba en las salas contiguas de otros asuntos menos etéreos, pero de mayor importancia para el futuro político de ese rincón del Imperio Español. Decir que era una calle sería tal vez hacerle demasiado honor a ese empedrado hediondo flanqueado por balcones coloniales en medio del cual bajaban hacia la ciudad, conducidos por negros canales de aguas polutas, los desechos de la capital naciente, todavía aturdida por los cañonazos de la guerra de independencia de veinte años atrás.
El Barón de Gros sabía que a esa hora de la tarde pocos bogotanos (los pies desnudos, los anchos sombreros artesanales cubriendo sus miradas, las ruanas gruesas que los aislaban del mundo) se aventuraban a salir de sus casas centenarias, y sabía también que a esa hora el sol poniente iluminaba con mayor fuerza los cerros orientales, dándoles esa tonalidad de verde luminoso que le recordaba sin remedio lo lejos que había ido a parar de su París natal, esa llanura de calles medievales que aún no había sido sacudida por los brutales bulevares de Haussmann. Entonces caminó las cuatro cuadras desde su casa con la cámara obscura bajo el brazo, cubierta con un paño aún más oscuro que sólo dejaba visibles las patas de nogal del trípode, y se instaló a pocos metros del cruce de la calle del Observatorio con la calle del Puente de Lesmes. Esa mañana, en el rústico taller que había logrado componer en una de las habitaciones de la misión diplomática, había seguido meticulosamente el proceso descrito por Daguerre para preparar las placas, láminas de cobre recubiertas por una fina capa de plata que al contacto con la luz deberían conservar la imagen proyectada por el lente, y mientras lo hacía pensaba en Arago, el astrónomo, ese inmenso hombre de ciencia que había creído como Fresnel en la teoría ondulatoria de la luz y que de hecho había intentado medir la velocidad de tales ondas, la velocidad de esa luz escurridiza que él ahora trataba de capturar en ese par de placas metálicas.
Mientras ponía a punto los lentes de su caja oscura, pensó en su padre, el viejo Antoine-Jean. Recordaba con cuánto entusiasmo le había contado de aquella ocasión en que fue presentado al futuro Emperador en Milán y cómo poco después lo había acompañado en la batalla del Puente de Arcola, cómo había presenciado la humillación de las tropas de los Austria y cómo Bonaparte en persona (entonces todavía un prometedor coronel) le había encomendado que dejara plasmada con su arte la grandeza de su victoria. Antoine-Jean, como el Barón, también había sido un estudioso de la luz, y aunque no contaba entonces con las técnicas formidables que la química y la óptica habían puesto al servicio del arte, sí había sabido utilizar los contrastes, las sombras y los destellos de sus pinceladas para contribuir a la fulgurante carrera del militar corso, que como una estrella fugaz había aparecido en el firmamento de nuestra Historia y alcanzado su máximo brillo para luego ir a sucumbir en el horizonte oscuro de la isla de Santa Helena. Más imperecederos que las glorias de Bonaparte habían resultado los lienzos de Antoine-Jean, que lo mostraban ya venciendo sobre su blanco caballo al otomano impenitente, ya revestido de augusta majestad levantando el tricolor de Francia sobre un puente de Italia. Así es el poder, -pensaba el Barón de Gros mientras fijaba las placas en la parte posterior de la cámara -fugaz como la exposición de un daguerrotipo, inútil como la presidencia de Santander, el líder neogranadino que acababa de morir y que no había logrado con todo su poder imponer una federación de estados en la Nueva Granada. Y remataba su soliloquio con un pensamiento certero. “Sólo el arte persiste”.
Todo estaba listo. Aunque no podía ver la imagen formada en el plano focal, pues aquellas cámaras primitivas carecían de un ocular, se imaginó la escena antes de ejecutar la exposición: la calle desolada coronada por los cerros resecos a causa de la ávida demanda de leña de los santafereños, el putrefacto canal en el medio, arrastrando junto con las inmundicias de la ciudad los sueños de grandeza de quienes habían creído en una América unida, ejemplo para el mundo, los tejados de ladrillo aún mojados por la lluvia reciente y los balcones de la calle donde nadie se asomaba y de donde no colgaba planta alguna. Sacó su reloj de leontina del chaleco, anotó en un su cuaderno la fecha y la hora (Noviembre 27 de 1842, 4 horas y media de la tarde) y luego levantó el cobertor del lente y dejó éste último expuesto a la luz por 47 segundos cronometrados antes de cubrirlo de nuevo y así grabar para la posteridad la vida muerta de una ciudad condenada.
P.S.1. El autor aclara que aunque el parentesco entre Jean-Baptiste-Louis (embajador de Francia ante varias naciones del mundo) y Antoine-Jean Gros parece ser apócrifo, ello poco resta a la belleza histórica del daguerrotipo.
P.S.2. Las sombras de la imagen revelan que el daguerrotipo fue tomado a una hora más temprana que la mencionada. El autor se toma la libertad de cambiar la hora, por razones literarias. El día y el mes de la fotografía también son ficticios, pero el año y el tiempo de exposición tienen respaldo histórico.